martes, 11 de agosto de 2015

El café patrimonio


J.A.Xesteira
El reciente cierre del histórico Cafe Comercial en Madrid, me trae a un viejo cabreo y una vieja reflexión. Como defensor de los cafés, considerados como centro social y cultural del más alto nivel (muy superior a los centros de conferencias, ágoras políticas, parlamentos y senados o centros de interpretación de hechos históricos o científicos) creo que la desaparición de un café tan importante como el Comercial, en la glorieta de Bilbao, es un hecho que debiera movilizar a las fuerzas vivas (de dudosa existencia, a juzgar por su escasa presencia en la vida del país) y al tiempo debiera generar un debate de más alcance que los habituales temas del momento (encuestas sobre la subida y bajada de los partidos políticos o las declaraciones variadas de los líderes en campaña, pura palabrería de tercera división, de escaso contenido si lo comparamos con los debates que pueden surgir en un café de probado nivel cultural como era el Comercial que ahora cierra). Lo conocí muy bien en mis tiempos de estudiante de periodismo en Madrid (era el único sitio donde se podía estudiar Periodismo, de gran nivel, hay que decirlo); además del ambiente decimonónico que se respiraba entre los mármoles de las mesas, los espejos de las paredes y la calidad y el precio del café con leche, era el sitio ideal para pasar la tarde, bien con la novia o bien con tres o cuatro conspiradores con los que pretendíamos resolver los problemas del mundo charlando y fumando (dato histórico: se podía fumar en los cafés). Las mesas se ocupaban por grupos, unas por estudiantes sesentayocheros y otras por respetables caballeros con aspecto de conocer verdades más antiguas y saberes de gran reserva. Por las noches, después de los teatros, recalaban actores, artistas y faranduleros variados; sobre la una de la mañana era cosa corriente ver al célebre Tip (sin Coll) dominar la zona de la barra, mientras sus colegas y el resto de los mirones disfrutábamos de su verborrea. Los camareros, de servicio pausado y continuo parecían sacados de una estampa de los tiempos en que decían que en aquellos sofás habían tomado sus cafés los hermanos Machado y sus coetáneos. Todo eso acaban de suprimirlo por decisión de los propietarios, sin que el Ministerio de Cultura (una contradicción en los términos) haya movido el dedo que, de seguro movería si derribaran una iglesia sin valor artístico alguno, por el simple hecho de que los inmuebles de la iglesia católica se consideran edificios protegidos aunque sólo sea por ser viejos, tengan o no valor artístico.
Los cafés son centros sociales en los que las opiniones de la sociedad brillan ayudadas por el ambiente. Son lugares sedentarios, tranquilos, de pasar la tarde y leer o dormitar. En ellos se gestaron revoluciones y guerras, nacieron grandes movimientos literarios y artísticos, dieron cobijo a docenas de hombres que pasaron a la inmortalidad con sus obras. En ocasiones fueron objeto principal de literatura, como “La Colmena” de Cela, o de la pintura, como el célebre Solana de la Tertulia de Pombo o el café arlesiano de Van Gogh; Larra llevó a sus artículos lo que se hablaba en los cafés madrileños; Valle Inclán hizo vida y creo obras inmortales en sus mesas; por ellos pasaba de verdad la vida de primera mano, lejos de los despachos y parlamentos, que veían la vida desde las alturas. En ellos se celebraban los ritos antiguos de las tertulias antes de que las llevaran a la televisión, transformadas en cháchara de cagasentencias. 
Todo lo que hay escrito en la historiografía de los cafés va a pasar pronto, si nadie pone remedio, a la categoría de espacios culturales en vías de extinción. Al menos en España. Primero fueron los bancos, en plena expansión de sucursales, quienes compraron los viejos cafés; después fueron las cadenas internacionales de comida porquería con gran aparato de propaganda, y las cadenas de cafés americanos, suministradores de vasos de poliuretano con tapa para beber por la calle una bebida indigna de llamarse café. La depredación continuó por todas partes; cadenas de perfumerías con sospechoso olor de blanqueo de dinero, clínicas odontológicas que descubrieron que era mejor ponerse al ras de la calle y no en los pisos, como antes, en la nueva versión de la clínica estilo peluquería. Los cafés fueron desapareciendo porque nadie los protegía. ¿Se imaginan que un banco o una hamburguesería quisiera poner su negocio en una iglesia, por muy poco mérito artístico que tuviera? Saltarían las alarmas para proteger al noble edificio, aunque no fuera más que un local sin clientela alguna. 
A lo largo y ancho del mundo hay cafés de fama, y cuando viajamos nos fotografiamos en los sitios donde rodaron una película o estuvo aquella figura mítica. Es imposible ir a Viena y no sentarse a tomar tarta de manzana en las mesas en las que estuvieron Freud, la emperatriz Sisi o tocaba la cítara Anton Karas. En los grandes cafés del mundo hay un sitio reservado para un muerto; en el Tortoni de Buenos Aires sorben de su taza Borges, o Cortázar; en el Florian de Venecia creemos que nos puede aparecer Mahler (el precio del café es prohibitivo, como si lo acabara de traer Juan Valdés con su burro desde Colombia); en la Brasileira de Lisboa andan las figuras literarias de Pessoa o Tabucchi; en el Wunderbar de Taormina tienen puesta mesa para Liz Taylor y Richard Burton (que se retrasan, seguro). En Galicia, resisten algunos, como el Derby, en Santiago, en Vigo desaparecieron todos los clásicos y en Pontevedra aguanta un par de ellos como supervivientes. Pero cualquier día llegará un francotirador y les disparará como al león africano protegido. De la misma manera que se protege un edificio, una iglesia a la que no va nadie, hay que proteger esas viejas formas de vida. Viajamos para hacer fotos del café Majestic de la Rua Santa Catarina de Oporto, y dejamos que a nuestro lado se derrumben otros cafés en los que lo importante no es su decoración, sino la capacidad de acogida de grandes ideólogos de cafeteria o conversadores contra el inevitable paso del tiempo.

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