sábado, 22 de agosto de 2015

Mujeres y niños, primero

J.A.Xesteira
El verano va acabar un día de estos, como quien dice, y no se sigue el protocolo habitual de las estaciones. Para empezar, ni siquiera las estaciones se portan de manera ortodoxa en lo que se refiere al clima, que deja sequías en las Tierras Húmedas e inundaciones en el Predesierto español. Un disparate que nos deja el verano fuera de la rutina, que es lo peor que puede haber. El tiempo tiene que pasar según el contrato natural. El verano raro que casi acaba (pasadas las fiestas de Agosto todo el mundo dice que los días son más cortos y las noches refrescan) también estuvo afectado en la vida de la sociedad por la permanente campaña política, por la continuidad de los políticos en su insistente discurso de convencimiento de que todos son los mejores. Y esas no son formas. Tiene que haber un parón veraniego para recuperarnos de tanta estupidez. Pero la cosa les urge. De Europa vienen malos rollos, y en España unos y otros se lían en sus ofertas de verano y no dejan respiro. El verano, en lo político, ha servido para que todos se cambien de chaqueta; no me refiero al concepto de cambiar de chaqueta como sinónimo de cambiar de partido o de ideas políticas (que también hay algo de eso en las remodelaciones de fachada) sino en cambiar literalmente de chaqueta. Alguna alarma debió saltar en los partidos y los expertos en moda política gritaron: “¡Fuera corbatas, fuera trajes oscuros!” Y todos se lanzaron por la senda constitucional de la americana clara, la camisa abierta modelo Oxford, y un aire como más “casual”. Pero, claro, como todo lo hacen en bloque, como cuando en la mili nos obligaban a poner el uniforme de invierno o de verano, todos quedaron iguales, uniformados, y se les nota que sus hábitos visten a sus monjes. A este paso sólo quedarán para los extremistas de uno y otro sector, vestirse con camisas hawaianas o con camisetas de trashmetal.
Pero si en el campo frívolo político la nota de anormalidad veraniega fue  la ausencia de parón institucional, en la parte dura de la sociedad, fue el cúmulo de noticias siniestras, muertes, desgracias, miserias universales que tuvieron por principales protagonistas a mujeres y niños, quizás como imagen de la parte más vulnerable de la sociedad. Le hago caso a las estadísticas, que en esta ocasión no son más que un recuento de lo ocurrido, sin interpretaciones marginales, y constato que este verano –en realidad, todo lo que llevamos de año– el aumento de muertes variadas, entre asesinatos, accidentes y todo un surtido de variables inventadas por el ser humano para acabar con sus semejantes, aumentó de manera ostensible y evidente. No es la impresión de que las páginas de los periódicos están llenas de mujeres y niños asesinados, muertos por acciones de guerra, desaparecidos o reventados en docenas de atentados. Es la constatación real, según informan los propios periódicos de lo que está pasando: un notable aumento de los muertos en todas partes por hechos violentos. Especialmente violentos. Los asesinatos de niños por sus padres o madres, de esposas por maridos (lo contrario es excepcional y raro) de forma brutal se continúan uno detrás de otro; cuando atrapan en Rumanía al sospechoso (con todas las rifas en la mano) del asesinato de dos mujeres en Cuenca, ya dan la noticia de la aparición de una mujer asesinada en Holanda, a donde había ido a buscar a sus hijos. Todavía se escribe el sumario de un asesinato doméstico, casi siempre lleno de detalles espeluznantes, cuando los jueces levantan otro cadáver matrimonial. Es una sensación que se convierte en rutina, junto con el minuto de silencio del pueblo y el encarcelamiento del sospechoso.
Pero a los niños y mujeres que mueren en casa hay que sumar a las mujeres y niños que mueren en el Mar Mediterraneo, un mar adecuado para pasar las vacaciones de verano o viajar en un crucero de placer. En ese mar mueren a diario docenas de mujeres y niños, entre el terror y la desesperación, el mismo terror y desesperación que vemos en sus caras cuando llegan a una playa de cualquier isla griega o italiana. Huyen de las guerras en sus países, guerras que son, en realidad, un  enorme negocio para los países que los van a rechazar y que no los quieren ni como refugiados ni como inmigrantes. Los protagonistas de los conflictos armados del norte de África utilizan las armas que les vendió Europa (España incluida) o los comerciantes internacionales que después guardarán sus dineros en sitios asépticos y pulcros como Suiza o Luxemburgo. Pero ellos no lo saben. Las familias que no han muerto en un bombardeo de fuerzas sirias, con aviones americanos, o en la Libia post-Gadafi (al que derrocaron los EEUU para imponer una democracia) huyen, después de pagar todo lo que tienen a los traficantes de seres humanos (que también van a guardar sus dineros en, por ejemplo, la británica Isla de Jersey), y, si no mueren en el mar, conseguirán llegar a un a playa en Kos o Lampedusa, donde serán tratados como siempre, como trataron los franceses a los refugiados españoles de la posguerra o como tratan a todos los refugiados del mundo: como animales en cercos, sin derechos ni reclamaciones.
El miedo, el terror de las víctimas es especialmente visible en las mujeres y los niños. Los hombres también mueren, también sufren, pero la imagen de la víctima doméstica, de la víctima universal es la de las mujeres y niños. El grito del naufragio se aplica al revés: las mujeres y los niños van primero en el rango mortífero de las noticias. Y esto no funciona. La sociedad no es capaz de remediar ni siquiera paliar el drama. Nos hemos acostumbrado a ver la muerte en directo y hemos encallecido ante tanta muerte televisada. Tenemos un mundo desequilibrado, descompensado, en el que la muerte de los inocentes crece de forma imparable. Y no hay manera de arreglarlo. Y lo que es peor, no parece que le interese a nadie ponerle remedio.

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