domingo, 7 de diciembre de 2014

Las noticias que se pisan

Diario de Pontevedra. 05/12/2014 - J.A. Xesteira
La ventaja de escribir un artículo al fin de semana es que todo lo que pasó en los siete días anteriores se puede procesar y digerir como fiambre. Los comentaristas de periódicos nos valemos de los mismos periódicos para rellenar estas líneas con alguna noticia comentada. A veces el aluvión de informaciones es tal y tan rápido que hay que echar mano de la olla y meterlo todo dentro a cocer. Noticias con las que comienza la semana por la mañana, caducan por la tarde. Por ejemplo, la entrada en prisión del todopoderoso Fabra de Castellón; una buena noticia para todos, mala para él, que tendrá que estar en la trena una temporada. Pero esa noticia ya quedaba apagada al día siguiente por otras que corrían más y llenaban el espacio que deja libre la política en su compleja arquitectura: el PP y el PSOE que no saben que hacer con su vida (incluso hablan de arrejuntarse, aprovechando las leyes de igualdad de sexos) o los partidos menores, que levantan cabeza después de haber sido acosados y agredidos por los mayoritarios; y al fondo Podemos, que ya va de ganador sin haber hecho nada más que existir y que tiene que esquivar a diario toda la porquería que le echan desde las primeras páginas de los periódicos, claramente servidores de cada partido en el que confían sus beneficios. Los comentaristas tenemos que andar leyendo la prensa con las gafas de suponer, no de leer entre líneas, porque ya no se escribe en ese viejo sistema, sino desde el punto de vista del psicoanálisis: saber lo que quiere decir el periodista con la poca información que tiene y después de desbrozar la parte afectada por la intoxicación de los gabinetes de prensa y las normas de la casa de la sidra de cada redacción, escrito entre el “mandato-de-arriba” y el “pa-lo-que-me-pagan”. 
De repente, la noticia de un atracador y una policía muertos a tiros en Vigo quedó tapada por la muerte de un hombre en Madrid en una batalla entre talibanes del fútbol, personajes violentos y peligrosos (incluido el muerto, ahora convertido en mártir). Al instante, como un reflejo pauloviano comienzan a segregar los jugos gástricos de los “opinativos” (palabra que figura en el diccionario de Cantinflas) para hacerse las preguntas de rigor: ¿tenía el chaleco salvabalas? ¿la policía estaba avisada de la quedada de los ultras en el Manzanares? ¿por qué el atracador empezó a disparar sin más, era un suicida? ¿quien le vendió las entradas a los Riazor Blues? Y las normas a seguir: no se puede consentir que exista esa fauna de tarados en el fútbol; los recortes en los presupuestos son los culpables de que la policía actúe sin cobertura de seguridad; hay que desterrar esa lacra, el fútbol es deporte y no tiene nada que ver con esas pandillas de violentos. Y, a continuación las explicaciones oficiales: hemos abierto una investigación para esclarecer los hechos; no teníamos información oficial de que los ultras coruñeses vinieran a Madrid; ahora lo principal es ver lo que ocurrió y tomar medidas. Pura palabrería, frases viejas que ya oímos alguna vez. No resolverán nada. Los policías se encontrarán de nuevo en alguna ocasión con algún desesperado que no esperaban y se morirán o matarán porque tienen pistolas para defenderse y atacar al que ataca; no eligen el momento ni el escenario, las cosas vienen así y no se las espera, son circunstancias fatales que se unen en un punto y provocan muertes. Nadie puede resolver eso ni prevenirlo. Muere un atracador y una policía; no hay más, el resto es protocolo y palabrería. 
El fútbol, no. No es la primera vez que muere un fanático en una batalla campal por causa de un equipo, ni será la última, me temo. Es una cuestión cultural y social. El fútbol, en su expresión total (deporte, negocio, empresa, catalizador social y depositario de las esencias patrias, de la gran patria hasta la pequeña patria) conviene que siga así, aunque muera de vez en cuando un chalado en una batalla por defender la bufanda de su equipo. Son los ejércitos capitalistas: defensores de una sociedad anónima deportiva; un equipo no es más que una empresa comercial, pero los ultras aún no lo saben, es un problema cultural. En el franquismo el fútbol era síntoma de incultura y se achacaba al régimen imperante que utilizara el deporte único como opio del pueblo. En realidad era una válvula de escape para una sociedad con pocas ocasiones de evadirse; era el único espectáculo que no estaba censurado: podía insultarse a la autoridad máxima, el árbitro, sin que pasara nada, y las patadas eran en directo, y las peleas contra los hinchas, también, aunque la sangre no llegaba al río Manzanares. La otra actividad cultural, el cine, estaba censurada, y sólo se admitían indios contra vaqueros y polícías que siempre ganaban (“el crimen nunca gana” añadían, pero no era cierto). Con la Transición los progres y cultos de este país decidieron que el fútbol era cultura popular y se entregaron a la causa. Y de alguna manera se trasladó a los colores del equipo los colores de los partidos, los colores de los diferentes países autonómicos (antes del soberanismo independentista) y a las empresas y empresarios futbolísticos les interesó tener ese ejército de kamikazes, capaces de dar la vida por la bufanda de su equipo; mientras berreaban ¡Depor!, ¡Celta!, ¡Aleti! o cualquier otro, no se fijaban en las deudas de Hacienda (parte consentidora), en las cuentas que manejaban los presidentes (alguno claramente delincuente y todos bajo sospecha) y mientras gritaban ¡España! en los mundiales no protestaban por el deterioro de la verdadera cultura, de la verdadera sociedad con sus recortes en lo verdaderamente importante. Ahora, en un gran gesto, quieren prohibir a los ultras en los campos, pero ya es tarde, el fanatismo viene de serie en el mismo paquete del fútbol. Ahora nadie reconoce que se dejaron aclamar por esos mismos tarados, de la misma manera que ahora nadie reconoce que aplaudió a Frabra en su día, cuando inauguraba aeropuertos sin aviones.

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