domingo, 14 de diciembre de 2014

La ciudad perdida

Diario de Pontevedra. 12/12/2014 - J.A. Xesteira
Entro en Vigo en una vieja tienda de música para comprar unas cuerdas de guitarra; de charla con la mujer que desde hace muchos años me atiende y soporta mis rarezas de que si quiero una marca o la otra, me entero de que la tienda (más de un siglo de existencia) va a cerrar las puertas cuando pasen las Navidades. ¿Motivo? La caducidad del contrato y la actualización de las rentas antiguas. Posiblemente, el año que viene será uno más de las docenas de bajos comerciales con un letrero de Se Alquila, y todos los que hemos comprado nuestra primera guitarra allí (somos miles) lo lamentaremos. Y nada más. Y así, poco a poco, desaparece de la ciudad, como de todas las ciudades, el referente histórico, las tiendas «de-toda-la-vida» y digo bien de toda la vida. Hago al instante un poco de memoria y otro poco de reflexión. De Vigo, como de cualquier ciudad, fueron desapareciendo viejos comercios de belleza atemporal justo cuando los propietarios los dejaron, ya por fallecimiento, ya por jubilación sin continuidad. Coincidió ese momento, en que el negocio familiar no tiene continuación, con la aparición de una firma multinacional que se instala en el local, con lo que se pierde una seña de la ciudad a cambio de una firma clónica de venta mundial. Existió también una época en que los bancos eran negocios en expansión y sin la mínima sospecha de delincuencias organizadas, avalados todos por el Banco de España, que los santificaba y por las agencias que hacían las auditorías; en ese tiempo que ahora parece lejano, se multiplicaban las sucursales para convencer desde ellas a los ciudadanos de que las preferentes eran sanas y honradas. Por algúna extraña circunstancia, esas sucursales se instalaban en viejos cafés, que desaparecían sin remedio. Los bancos fueron ocupando locales, y poco a poco desaparecieron de las ciudades los cines, los cafés, los comercios viejos y los lugares que daban identidad a esas ciudadaes. Los establecimientos de comida basura, en la que inexplicablemente todavía hay gente que cree que está comiendo algo sano, se instalaron en edificios emblemáticos, en los que encerraron esos templos del ketchup y las patatas fritas que se comen con los dedos. También aparecieron docenas de tiendas de cosmética, que pagaron millonadas por locales; y las inevitables tiendas de ropa de las zaras, berskas, hachiemes o pulambiers… En el centro de las ciudades donde antes había viejos comercios ahora están los clones de un sistema que se repite a lo largo y ancho del mundo. 
Los viejos comercios, los viejos cines, los cafés, ya no vuelven. Los bancos comenzaron a recular y cerrar sus sucursales, después de fundirse unos con otros. Pero los locales antiguos quedaron para alquilar al mejor postor. Muchos de ellos sobrevivían por amor de sus propietarios a su trabajo y a su entorno; sus tiendas eran como la placenta en la que sentían que hacían un trabajo grato, que no daba para hacerse millonarios, pero si para vivir ellos y algún dependiente que envejecía al ritmo de la tienda. Pero llegaron las leyes, en un país (este) en el que hay más leyes que ciudadanos, y decidirerton actualizar las rentas antiguas; este año finaliza el plazo para que los viejos contratos desaparezcan y, con ellos, la mayor parte de los establecimientos que no podrán soportar los nuevos contratos. La Copyme (Pequeña y Mediana Empresa) estima que se verán afectados unos 200.000 locales en todo el país, que generan entre 300.000 y 500.000 empleos. Muchos de ellos continuarán con nuevos contratos, pero muchos otros cerrarán; todo dependerá de la disposición del casero y de los pequeños comerciantes. Pero la gran parte débil del negocio, precisamente los establecimientos más antiguos, con sus dueños y empleados a punto de la jubilación, cerrarán sus puertas. Y las ciudades irán perdiendo aquellos detalles por los que eran conocidas, para ser una repetición de lo que se puede ver en cualquier calle o en cualquier centro comercial (una mala copia del sistema americano, que agrupa las tiendas en un conglomerado en las afueras de sus ciudades-campamento). Cuando uno viaja a una ciudad, ya sea París o Palencia, lo que menos le importa son las tiendas que Inditex montó en la calle principal; generalmente el viajero suele visitar la parte antigua (si la tiene, y cuanto más antigua, mejor), una iglesia, un museo y después esos cafés, tiendas, locales comerciales que ostentan viejos letreros como «Fundado en 1898» o «Proveedor de la Real Casa», o aquellos que, simplemente vienen en la guía como interesantes. Si usted va a Oporto podrá ver el pirulí eclesiástico de la Torre dos Clérigos, pero a donde van los turistas en manada es a la librería Lello e Irmão –la librería de Harry Potter– hasta el extremo de que ya no se puede comprar un libro allí (lo intenté), porque los turistas bajan en tromba y aquello es un hervidero de flashes. En cualqueir ciudad, tan importante como el gótico flamígero de una catedral es la terraza del café más antiguo, con sus camareros eternos y sus plazas donde se vive el pulso de cada ciudad. En España, país abundoso en iglesias (que están protegidas por ley, porque son locales que no pagan impuestos) a las que no se puede tocar, porque se las considera de interés cultural (algunas no tienen interés ni como galpón) despreciamos, sin embargo el interés cultural de los viejos locales, que deberían estar tan protegidos por leyes culturales como muchas iglesias; como vívimos en un país aculturizado, establecemos que el baremo para juzgar a un viejo teatro, un cine o una mercería histórica es el valor de la renta catastral o del alquiler. Es lamentable que para referirnos a un entorno ciudadano de hace cincuenta años tengamos que echar mano de las fotografías, cuando los edificios que aparecen en ellas acaban de ser derruidos y convertidos en cualquier cosa. Dejaremos de viajar cuando todas las ciudades del mundo tengan los mismos comercios franquiciados, se beba el mismo café en un vaso de poliuretano y se coma la misma comida basura. Para eso nos quedamos en casa y vemos el museo por internet.

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