domingo, 21 de diciembre de 2014

De un humor penoso

19/12/2014 - J.A. Xesteira
Siempre existió la fama popular de que los españoles éramos los más graciosos del mundo, sobre todo en comparación con el resto de los países, tomados por sus supuestas idiosincrasias; ya saben, los ingleses son serios y estirados, los alemanes son cabezas cuadradas, los italianos son simpáticos pero de diseño, los franceses unos presumidos antipáticos y así todo. Después, una vez que pudimos viajar, nos dimos cuenta de que no todo era tan esquemático y que los chistes de “iban-una-vez-un-inglés-un-alemán-y-un-español” podía hacer gracia en el momento, pero la realidad era distinta. Cada pueblo tiene sus propias consideraciones sobre lo graciosos que son, y se ríen de sus cosas, pero no les gusta que los demás se rían de lo mismo que a ellos les hace gracia. Los habitantes de Lepe podrían hacer chistes sobre sus vecinos, pero no les hacía mucha gracia que toda España se riera de aquella historia (falsa) sobre lo tontos que eran. Sobre la manera de ser de cada nación son importantes los chistes ilustrados que aparecen en los periódicos; ahí se refleja la manera de ser, la manera de reírse de sí mismos (un ejercicio sano) y la válvula de escape de los cabreos nacionales. Muchas veces el chiste de cualquier periódico dice más que el editorial y está mejor dibujado. En tiempos difíciles, de pasadas dictaduras, los humoristas eran la rendija por donde se colaban los mensajes prohibidos; en los actuales, también. Los chistes de bar catalizaban los descontentos y reflejaban en el espejo del humor la realidades más miserables del momento. Los chistes de curas, de Franco, de loros, de maricas, escatológicos, sexuales, de militares, de Jesucristo, de pobres y ricos, de mujeres, de negros…, son materia de estudio social, además de (no siempre) motivo de unas risas. La corrección política, que es a menudo un argumento hipócrita, provocó que muchos de los chistes que hace unos años hacían reir en la televisión (muchos siempre pensamos que eran chistes malos con risas a costa del débil, aquello que un cantante definió como “la gracia del señorito a costa de los pobres”) ahora son materia de delito. La proscripción pública de los chistes de minorías étnicas, de género, de vejaciones de los débiles, de la infancia, etcétera, tuvo el efecto rebote de generar una legión de monologuistas, que son los sucedáneos, con mejor o peor fortuna, de Gila el Grande, analistas de la realidad mirada por la parte de atrás, pero sin el componente absurdo y surrealista del hombre del teléfono (el absurdo, que estaba de moda en los años 50 del siglo pasado, ya no lo está) El humor nacional es otra cosa, como era de esperar del cambio de los tiempos. Mantiene, eso si, ese poso de cabreo nacional, que lo distingue del resto de Europa. Si tienen la paciencia de ver chistes de periódicos extranjeros (están en Internet) verán que los portugueses se ríen y compadecen de sí mismos, los franceses no se ríen, los italianos presumen de sus risas, los alemanes están en otra risa. Pero los españoles descargamos en las historietas dibujadas en los periódicos la mala leche que acumulamos después de leer los titulares; no nos reímos, tratamos de hacer simpáticos nuestros despropósitos como sociedad. 
Pero llegamos a un cambio de rumbo. Los medios de comunicación digitales han revolucionado todo el humor y la forma de contar el chiste. Lo que antes era patrimonio de cuatro amigos en la barra del bar, ahora es patrimonio de la humanidad por medio de Twitter o de Whatsapp. Y lo que antes era una gracia creada en algún punto misterioso del país por una mente simpática ahora se genera en miles de teléfonos, de terminales de ordenador, en el mundo de la Red. Y ahí nace un total descontrol y el humor vertiginoso. El viejo humor de los tiempos de la radio era lento, pero dejaba frases para la historia, porque aquellas frases eran esencia (¿recuerdan el “le han dado a una mujer que no era de la guerra”?) El nuevo humor va a velocidades de nanosegundos, y lo que era risas hace un minuto en Youtube, ya no lo es, le supera otra gracia. La velocidad y la capacidad de convertir en supuesto humor todo lo que pasa por el pequeño mundo de los ciudadanos ha provocado un efecto peligroso: todo vale, todo es susceptible de broma en las comunicaciones digitales; lo mismo un chiste sobre el pequeño Nicolás que sobre el grande Mariano, lo mismo uno de negros inmigrantes que de políticos blancos. No hay baremo ni medida moral; lo serio no es lo contrario de lo jocoso; se puede ser humorista de forma seria. Es cierto que hay que tomar la vida con un cierto grado de humor, pero la línea que separa el torrente de humor digital de la estupidez y la ofensa es finísima. Un chiste sobre curas o negros puede hacer gracia una vez, pero si se mezcla el chiste de curas con la pederastia o la de negros con los muertos en las pateras, el humor desaparece. Y en este momento, la mayoría de los chistes que circulan por las pantallitas están más en el terreno de la ruindad graciosa que del simple humor. El Todo Vale no vale, el derecho a la libertad de expresión no es un maná del cielo: hay que merecerlo. Hemos llegado a un punto en el que ese falso humor de vídeo y “trending topic” muestra a un país que todo lo convierte en broma, desde la crueldad hasta la estupidez. Es cierto que la realidad social no ayuda, con infantas que no saben poner una transferencia y pequeños suplantadores falsificando carnets. Pero la sociedad y lo que hagamos con ella merece un respeto; hemos abaratado el humor y nos hemos acostumbrado a ello; por eso no hay reacciones suficientes cuando abaratan el despido, degradan los derechos sociales, se crean leyes de altas prohibiciones o nos toman por el pito del sereno. Todo eso lo convertimos en un jijí jajá y lo mandamos por whatsapp o twitter. Y quedamos tan contentos.

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