domingo, 2 de marzo de 2014

Menos el humor


Diario de Pontevedra. 01/03/2014 - J.A. Xesteira
El pasado 23-F se montó uno de esos pequeños-grandes líos que sólo se montan en países que no tienen otra cosa que hacer. Me refiero al programa polémico y polemizado de Jordi Évole titulado Operación Palace, una ficticia trama sobre el golpe de estado. Dicen que lo vieron 5,2 millones de espectadores, poco menos que el número de parados de este país. Y dicen que fue el 23,9 de cuota de pantalla, un récord. El caso está en que muchos creyeron que aquello era cierto (quizás basándose en que las personas que daban la cara eran gente solvente y creíble) y otros muchos no se lo creyeron. Pero, al final, después de que los protagonistas de la ficción desvelaran la broma, pidiera disculpas y se justificaran, comenzó una polémica que todavía dura. Como suele suceder en esta colección de países que llamamos España, la cosa se divide en dos: los que están en contra de la coña (el 23-F fue muy serio) y los que se lo toman de coña (hay que reírse y disfrutar). Los eruditos sacan a relucir otras manipulaciones de este tipo, como la Operación Luna (que todavía engaña a incautos en Youtube) y La Guerra de los Mundos de Orson Welles (aunque son casos diferentes, las dos operaciones, Luna y Palace “analizan” un hecho real, mientras que Welles hizo “real” una ficción literaria. 
Me incluyo entre los que adivinaron a primera vista que aquello era una coña. Les cuento. Aquel 23-F me encontraba en la redacción de un periódico esperando que mandaran la información de la investidura de Calvo Sotelo. Como sucedió lo que sucedió, tuvimos que transformar todo el periódico en un informativo del golpe de estado, toda la noche en vela hasta que acabó. A partir de ahí me tuve que tragar el marrón de toda la información que siguió al caso, incluido el proceso y juicio posterior, hasta la sentencia y las condenas. Al final acabé con la cabeza como un bombo con todo aquello. Por eso, nada más ver como andaba el programa todo me sonaba a falso, los diálogos, los argumentos, y el propio guión, que parecía no tener interés en ser exageradamente creíble. Es comprensible que haya espectadores que piquen en un montaje de este estilo. Lo que es grave es que, a pesar de que el programa dejaba ver la tramoya detrás del montaje, hubieran tantas personas que lo creyeran como artículo de fe, y, lo que es peor, tantos profesionales del periodismo, de la cultura, de la política y de los se llaman líderes de tendencias, que hayan picado y, para rematarlo, hayan puesto el grito en el cielo por tratar con humor un tema tan serio. 
Por una parte tenemos a todos los que creen en cualquier cosa, incluso que el esperpento trágico de aquella intentona fuera un complot de Suárez, la CIA, González y José Luis Garci. Eso podría demostrar (no lo sé, pero parece un índice) que la sociedad española ha llegado a un grado de atontamiento por empacho de televisión y tecnología de redes sociales, preocupante. No es para menos, con una alimentación cultural televisiva, basada en mira-quien-baila, mira-quien-canta, mira-quien-opina, mira-quien-debate, mira-quien-gobierna, mira-quien-juega-al-fútbol, mira-quien-delinque, y un resto de etcéteras, el personal traga cualquier cosa y se va corriendo a ponerlo en el tuiter o en su red preferida. Más tarde se da cuenta de que había picado como un pardillo y lo borra. Ese es un problema: el cerebro ha quedado tan reblandecido que funciona por impulsos, de manera digital, a golpes de click, sin reflexión ni análisis. Las consecuencias de ello inciden directamente en el sector más joven de la sociedad, al que se le ha escamoteado una gran parte de la historia de este país. Lo que reciben de la televisión es pura desinformación, y lo que reciben en los planes de estudio, que es donde debería estar la base cultural del conocimiento, elude ampliamente la historia (por lo que respecta al 23-F, incluso los expertos carecen de documentación, porque los papeles secretos siguen ocultos). Por lo tanto, si hay que recurrir a una fuente, no queda más remedio que Internet, donde juega la capacidad de filtro que no todo el mundo tiene. Es más fácil colar una mentira, basta con que la diga un político en el Parlamento o en declaraciones a la prensa (que, como filtro es nula, todo lo traga) para que adquiera categoría de verdad, vía internet. Con ello, el resultado final es un lío en Twitter, en donde se protesta o donde se alaba, pero donde no se aprende gran cosa. Ese espacio que ya está ocupado por el Papa y el presidente del Gobierno, que escriben (o les escriben) sus pequeñas píldoras ocurrentes, colocándose en el mismo nivel que los niños del instituto en el recreo. 
Más grave es el escándalo de los profesionales de la información (iba a decir periodismo, pero el periodismo es algo más, aparte de información). Los que picaron (y fueron muchos, por lo visto) y los que no picaron se quejan de que se trivializó un tema muy serio. Al grito de “¡Eso no es periodismo!” han atacado al programa y a los que fueron cómplices. Y ahí la cosa si que ya es grave. Si la profesión periodística se enfada por un programa de humor y no se enfada por asistir como muñecos de cartón a ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas, a debates en los que lo menos importa es el tema, algo va mal. Si se reclama seriedad para un programa de humor y no se reclama para la desinformación de las sociedad (y no me vale el viejo argumento de la objetividad: un periodista no puede ser objetivo, es un sujeto activo de lo que sucede en su entorno), mal vamos. En un tiempo gris es bueno meter algún color que dé risas (y polémica) a la vida. Parafraseando a aquel rey francés: “Todo está perdido, menos el humor (y la vida, también decía)”

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