domingo, 12 de enero de 2014

La G. de Dios


Diario de Pontevedra. 10/01/2014 - J.A. Xesteira
En las monedas de los dos últimos reyes Alfonsos figuraba la advertencia de que eran reyes por la G. de Dios. Más tarde, después de que pasó lo que pasó y el último Alfonso se fue al exilio de Roma, donde la G. de Dios debería estar más a mano, el que pasó a ponerse de perfil en las monedas, Franco, también advertía que él era «caudillo de España por la G. de Dios». Dios repartía así sus gracias, no se sabe bien si como don o como chiste, lo mismo a un monarca que a un caudillo (los matices quedan a gusto del sagaz lector). La Gracia de Dios, además de ser un pasodoble verbenero, venía a ser como la luz protectora que caía de los cielos para advertir que aquellos que salían en las monedas eran hijos muy amados en quien Él –a través de la Iglesia Católica, que era la franquicia del cielo– tenía depositadas sus complacencias. En el mundo católico, Dios homologaba a los suyos en el dinero. En el mundo protestante, más puritano, eran los suyos los que confiaban en Dios y lo escribían en papel de curso legal («En Dios confiamos», dicen los dólares). La G. de Dios protege y da beneficios por añadidura en la tierra, además de lo que se prometa para el más allá, que está por ver. El último Alfonso, el del número gafe que no quería el supersticioso motorista Ángel Nieto (quedaría raro un rey que se llamase Alfonso doce-más-uno) vivió muy bien en su retiro romano especulando en bolsa, donde dicen que era un auténtico «broker». La G. de Dios lo seguía, aunque en las monedas ya protegiera al general superlativo. El resto de los mortales, los que no salimos en las monedas no tenemos acceso a la G. de Dios, y la Iglesia Católica no explica como se llega a esa protección especial. Después que Franco pasara a residir eternamente en la tumba que se construyó en plan faraón, las monedas que tenían de perfil al nuevo rey, al nieto del último Alfonso, no llevaban la G. de Dios, decían simplemente «Juan Carlos I, rey de España», una leyenda meramente informativa, diría más, innecesariamente informativa: todo el mundo sabía que era el rey de España, así que no hacía falta ponerlo en el metal. La leyenda de las monedas franquistas no informaban, advertían, aseguraban, daban fe de que aquel perfil no estaba allí a título informativo, sino por la G. de Dios, que era cosa superior. Juan Carlos se puso de perfil campechano, suprimió la gracia divina y eso se notó. Primero, porque era demasiado humano; los que tienen gracia divina van a las iglesias bajo palio, como si fueran el Corpus Christi de Toledo; los que no, entran saludando señoras y besando niños mocosos. Y eso, al final, acaba por pasar factura. La G. de Dios cubría al de la moneda y a toda su familia. ¿Quién se atrevería a levantar un dedo contra hija o nietos del general con su mando en plaza? ¿Qué periódico osaría insinuar el más mínimo detalle no grato sobre el dictador y los suyos? Nadie. La G. de Dios los protegía, incluso al yerno que operaba corazones sin tener idea. Pero el retorno de los borbones se hizo por vía democrática, campechana, sin gracia divina. Y después de los primeros tiempos de jijí-jajá, que buenos somos todos, llegaron estos otros tiempos. El Rey se lesiona a cada momento, se rompe físicamente y su figura aparece en los periódicos con insinuaciones y algo más sobre su vida privada, de pendón (su abuelo y bisabuelo ya lo eran, pero tenían la gracia) y cantamañanas, y su familia se disuelve en divorcios, pequeños escándalos, nietos que se disparan en los pies, fotografías protocolarias en las que se adivinan ciclogénesis familiares explosivas, y, finalmente, el no va más: una infanta de España que tiene que pasar por el juzgado para declarar como imputada. Todo eso es porque no tienen la G. de Dios. Y ya es tarde para reclamarla; o se empieza a gobernar por designio divino o hay que atenerse a las consecuencias. La Vox Pópuli, Vox Dei, se suele decir como si fuera cierto, como si lo que el pueblo quiere sea lo que Dios quiere; no es cierto, Dios derrama su gracia con sentido, no a tontas y a locas, sólo sobre aquellos que posan de perfil en las monedas, y lo avala con la complacencia de los garantes del catolicismo imperante en cada momento, los obispos, que unas veces saludan a la romana, como las merluzas y los fascistas, y unos años más tarde son insultados y se les pide plaza en el paredón; más tarde, por seguir con los tiempos, se amoldan a las políticas que les son más graciosas. La Vox Pópuli no es la voz de Dios, faltaría más, y pronto dejará de decirse la frase, porque el latín ya es materia de escaso crédito (sobre todo académico; no le cae bien a los dirigentes educacionales, que prefieren formar a técnicos, que son más fáciles de exportar como emigrantes). Es labor que incluso el papa Francisco, que parece estar más atento a la vox pópuli que a la vox dei, se las ve y desea para que la gracia divina se reparta al por mayor. El rey de España padece el maleficio de la G. de Dios. Su hija, una mujer competente, empleada en la banca con puesto de responsabilidad, no supo o no quiso ver la que le estaba montando su marido. Y como no tiene protección divina, el juez Ruz, que está más con el Pópulus que con el Deus, la imputa. No es que con eso la infanta ya sea carne de presidio, que todavía tiene defensores, incluido el fiscal (en España los fiscales están para defender a depende que imputados, es una gracia que ejercen según les va). Vivimos en un país sin G. de Dios, se nota. Sólo el dinero y la Bolsa poseen la gracia del dios de la Economía. El resto vivimos soportando las gracias de los gobernantes. Muchas gracias de nada.

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