domingo, 7 de julio de 2013

La vida es fútbol


Diario de Pontevedra. 06/07/2013 - J.A.Xesteira
De la omnipresencia del fútbol en la vida era consciente a medias. Lo tengo a todas horas y en cualquier parte. En las docenas de partidos que retransmiten en directo o en diferido (a veces con años de diferencia), en los comentarios de expertos o en el apartado de los informativos televisivos, donde suelen hacer ruedas de prensa sin nada que decir. También en las conversaciones en los bares o en los lugares de trabajo, donde hay siempre una polarización de rivalidades céltico-deportivas o barça-realmadrid. Estamos acostumbrados a andar por la vida con la presencia constante del fútbol; es un ingrediente más que adereza la salsa de la vida pero que no la echaríamos en falta si no estuviera. Sobre todo los que no somos aficionados al deporte (o negocio empresarial, según se mire) Dos noticias, sin embargo, justo en vísperas del fin de fiesta de la selección española en Brasil, donde todos hablaban de un esperado “maracanazo” (aunque, como más tarde diré, la mayoría no sabe en que consistió ese acontecimiento histórico), me pusieron a funcionar los timbres de aviso. Primero fue el ministro Cañete, un tipo peculiar, que afirma comer yogures caducados y no le haría ascos a los insectos si la cosa se pusiera dura; el ministro habló de los bancos de alimentos y calculó la cantidad de material recogido para repartirlo a los necesitados diciendo que harían falta no sé cuantos campos de fútbol para almacenarlos. Una curiosa medida; no una extensión de tantas hectáreas o tantos kilómetros cuadrados, que son cifras que no caben bien en la cabeza de los ciudadanos corrientes. Campos de fútbol, la medida comprensible para las personas normales. La gente entiende esa medida. El fútbol nos mide, nos pone las dimensiones. Pero otra noticia nos da otro aspecto diferente. Sergi Arola, el cocinero con estrellas michelín sobre su cielo gastronómico, protestó porque Hacienda le embargó o le precintó parte de su negocio por impagos fiscales. Con toda la razón del mundo, el cocinero (o chef, como les gusta decir ahora) se cabreó por el trato discriminatorio: “¿Por qué no cierran los campos de fútbol que deben más dinero que yo y no les investigan?”, dijo. Y aquí queda en evidencia el trato de favor que siempre han tenido las cuentas de los equipos de fútbol, muchas veces dirigidos por personajes de dudosa moral y legalidad. El chef cocinero tiene razón, y a lo mejor le hacen caso y clausuran el Deportivo de La Coruña por sus pecados fiscales. Si así fuera espero a las masas coruñesas protestar en la plaza de María Pita en defensa de las esencias patrias. Porque, no nos engañemos, a estas alturas, las esencias patrias se enquistan en el fútbol, como portador de los valores eternos más rancios y sensibles. Los partidos cruciales, finales o decisivos, cuentan siempre con presidentes, ministros, reyes o personajes importantes en los palcos. Nunca se ha visto a los grandes estadistas gritar o aplaudir en un concierto de la Filarmónica de Berlín o de Springsteen como lo hacen en una final de la Copa del Rey. El fútbol es el espacio social donde se alzan las banderas, se defienden los colores, se escuchan los himnos nacionales como si se sintieran de verdad, se gritan los triunfos hasta el ronquido y se lloran las derrotas. Se siguen los ritos habituales con escrupulosa tradición, se bañan en las fuentes sin temor a que les multen; se llevan los trofeos a los pies de vírgenes y santos, aunque nadie crea en ningún dios más que la cláusula del contrato y la prima por partido ganado; se asoman a los balcones de los ayuntamientos aunque no nos deban una explicación ni nos la vayan a dar. El fútbol es realmente el mito del eterno retorno, cada año se repite el mismo proceso con pocas variaciones. En los regímenes dictatoriales fue la válvula de escape; no el opio del pueblo marxista, que adormece, sino la cocaína del pueblo, que es capaz de montar una revuelta sobre una decisión arbitral equivocada. Siempre se habló del fútbol en el franquismo como el pan y circo romanos, pero en democracia el fútbol ya es lo que mejor nos representa en la vida; es la concreción de nuestra sociedad, adornada con colores que nos identifican en el mundo y con canciones horteras como el “¡Y viva España!” una canción compuesta por dos belgas que no le gustaba ni a Manolo Escobar. En esa euforia patriótico-futbolera llegó la final de Maracaná, y se esperaba el “maracanazo”. Los periodistas deportivos sabían que esa palabra se aplicaba a la derrota de Brasil en su cancha por el equipo de Uruguay. Y se podía repetir. Pero, ay, no entendieron realmente que aquel partido de 1950 no fue una victoria sobre una derrota, sino una cuestión de conceptos y actitudes. Es un problema cultural español no buscar las fuentes ni pararse a entender la historia pasada (no digamos nuestra memoria historia, tres veces negada por el Gobierno) y así nos va. Si se hubieran parado a entender lo que significó aquel partido, sobre el que escribieron autores tan serios como Eduardo Galeano y Osvaldo Soriano, sabrían que el día de la final las crónicas estaban tituladas con el triunfo del Brasil, que los directivos uruguayos pidieron a sus muchachos que perdieran con dignidad y por menos de seis goles. Pero ahí apareció el capitán del equipo, el Negro Jefe, Obdulio Muíños Varela (los apellidos denotan origen) y les dijo en los vestuarios todo lo contrario: “En la cancha somos once contra once y los de arriba –el público– son de palo”. Les cambió la actitud, les varió el concepto y les añadió dignidad, y se enfrentaron con un estado de cosas adverso con la mentalidad de que nadie es más que nadie. Eso fue el “maracanazo”, el triunfo fue una consecuencia. Los muchachos de la Roja, solo fueron a jugar un partido de fútbol y perdieron. Lo mismo que la sociedad española, que no se da cuenta de que la democracia nos iguala, y “los de arriba son de palo”.

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