sábado, 21 de abril de 2012

Escopetas nacionales


Diario de Pontevedra. 20/04/2012 - J.A. Xesteira
El Surrealismo fue un movimiento artístico nacido en Francia pero, como todo lo que hacen los franceses, ya existía en España en forma de esperpentos (de Goya a Valle Inclán) y por eso sus máximos exponentes fueron Buñuel y Dalí. Porque aquí el surrealismo es lo natural, lo que está en la genética social, lo que se ve a nuestro alrededor, es lo que nos devuelve el espejo cada día, y no el deformado espejo del Callejón del Gato, sino el del cuarto de baño y el de la pantalla de televisión. El accidente del Rey en Botsuana no es más que un detalle surrealista propio de un rey de españoles. Sigue una tradición cinegética y un amor a las escopetas que es propio del surrealismo nacional; Buñuel era cazador y amante de las armas, y Berlanga creó una de sus mejores obras alrededor de una cacería política (lo que allí se cuenta es la pura realidad imitando al arte). Don Juan Carlos mantiene una línea tradicional. Su abuelo Alfonso XIII era un escopetero social, de grandes matanzas de perdices en fincas amigas; su padre, Don Juan, por el contrario, era del tipo bucanero, hombre de ginebra y barlovento. El poder político siempre fue amante de la caza; Franco, que era hombre de caña y escopeta, pescaba pez espada a curricán en aguas jurisdiccionales, truchas del Eume, que se cerraba con Guardia Civil para que nadie molestara al pescador, y disparaba a grandes piezas sin salir del territorio nacional. Muchos políticos apuntaron a bichos vivientes en la naturaleza; Fraga lo hizo a los urogallos de los Ancares y a otros animales de mayor envergadura. Los políticos siempre fueron amigos de cacerías y hubo algún ministro que perdió su cartera por pegar tiros donde no debía. En ciertos aspectos España es un país primitivo (en mi libro escolar decía que «los primitivos españoles vivían de la caza de los montes y la pesca de los ríos») y por eso un primitivo como Hemingway amaba tanto a nuestro país y a los toros; era un hombre que iba a matar lo más grande: le disparaba a leones y rinocerontes en África y pescaba el marlín en competencia con Fidel Castro en las Antillas; al final acabó por dispararle a lo más grande que encontró, a su cabeza. Pero la caza en España se basa más en la cantidad que en la calidad; la excepción es Delibes, el cazador de a pie con perro, que encuentra sentido literario al hombre solitario frente a la naturaleza. Aquellos cazadores que salían solos de madrugada, son su sarasqueta y su perro a caminar, más por el placer sabio de mostrarse su habilidad que por matar a un animal libre, han desaparecido. 
En ese contexto se produce la noticia del rey en Botsuana, un país en el que las dos terceras partes son el desierto del Kalahari. Y allí se fue el rey a cazar elefantes, y si no se rompe la cadera no nos hubiéramos enterado de que don Juan Carlos, presidente de honor de la defensora de los animales Adena (WWF) acostumbraba a matar a la mamá de Dumbo de vez en cuando; la agencia que te pone delante de la escopeta a Tantor el elefante por la módica cantidad de cuatro salarios anuales de un licenciado con título y posgrado, mostró fotografías de su majestad ante el cadáver de un paquidermo anónimo. A partir de ahí se montó eso que ustedes saben y que parece de coña si la cosa no fuera tan seria. No es asunto para montárselo a risa como se ha hecho, ni para exigir comparecencias como se han apresurado los políticos que, de uno al otro lado del espectro parlamentario, no saben bien qué hacer con su majestad y sus ocurrencias. El problema es más de fondo que de forma, dado que la forma es un vodevil berlanguiano. Parece que la parte masculina de la familia real sufre un extraño vudú que, de momento, sólo ha dejado indemne al príncipe, pero que ya empieza a afectar a la siguiente generación, con el tiro de Froilán en el pie (los niños hacen lo que ven en casa) y que no es cosa de tomar a broma (las cosas de los niños son serias y conviene no hacer gracias con ellas). La familia real desciende, por obra y gracia de las noticias reales, al nivel de Mónaco, y eso no es bueno para el país. La realeza británica, pese a las noticias chifladas que de vez en cuando salpican la prensa tabloide, mantiene ese aire inglés, rancio y cutre (siempre tengo la impresión de que en el palacio de Buckinham los teléfonos son de baquelita negra y huele a meo de gato). Pero no en España, donde el rey es noticia por sus desapariciones misteriosas, de las que sabemos (algunas) porque se desgracia y tiene que volver de urgencia: el accidente de Gstaad en el 83 (fisura de pelvis), el ojo morado por una rama, cazando en Suecia y otros accidentes por el estilo. Y en todos esos casos la situación es la misma: el Gobierno de turno disimula, aunque se vea a las claras que la noticia siempre les coge en fuera de juego. Y después hay que poner cara de póquer. Y debatir si el rey tiene derecho a su intimidad y a ir y venir a Botsuana cuando le de la gana. Y, por encima el 14 de abril, Día de la República. Demasiado berlanguiano. El rey vive a cuerpo de rey, a costa del erario, y en tiempos de abundancia se pasa por alto que coleccione coches y motos, practique la vela en Mallorca y acuda a las más caras clínicas privadas a recomponer sus averías; pero en tiempos de crisis debiera dar ejemplo, mantener el tipo, curarse como todos en la sanidad pública y comportarse con un poco de sentidiño. Su hijo ya lo disculpa: «Ya le conocéis, es imparable», su mujer le gira una visita de protocolo y pone la sonrisa de «que he hecho yo para merecer esto», mientras asegura que está bien y que pronto volverá a sus ocupaciones habituales. Eso, que vuelva a sus ocupaciones habituales, es lo que debiera preocuparnos.

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