sábado, 4 de febrero de 2012

La realidad es una película

Diario de Pontevedra. 04/02/2012 - J.A. Xesteira
Afuerza de machacarnos las meninges con tanto cine americano, con el mal cine, digo, una fórmula multiplicada hasta el infinito con series de televisión, que reproducen los mismos géneros como pienso para esos animales de granja que somos nosotros, encerrados en un sofá, acabamos por creer que nuestra realidad coincide con los esquemas que, por desgracia, ni siquiera existen en la realidad de los americanos. Las fantasías virtuales de la pantalla, grande o pequeña (¿cómo la quieres?) sólo existen ahí, aunque pensemos que la vida se le parece. Ni en los USA ni aquí ganan los buenos ni los justos; el sistema que padecen los ciudadanos estadounidenses es tan deplorable como el nuestro, seguramente porque es el mismo, aunque pensemos que somos diferentes. Llevamos, a estas alturas la misma contaminación social y cultural que le llaman globalización. Pensamos –o creemos sin necesidad de pensar– que el criminal nunca gana, que los métodos policiales siempre encuentran esas pistas necesarias y que, al final, triunfa el bien sobre el mal y la razón se impone al fin (bolero de Machín). Y así, a la fuerza, acabamos por creer que los juicios son así, como en las películas. La mayoría de los habitantes de este país nunca ha estado en una sala de juicios, ni siquiera como espectador. Por suerte para ellos, no es un lugar agradable para asistir, mucho menos si se está en el banquillo, aunque sea por una multa de tráfico. La ignorancia al respecto es general, y la mejor información la tenemos del cine y de las series de televisión, que, desde el blanco y negro como cromatismo de referencia, nos han enseñado como funciona la justicia. Y nos hemos creído que los juicios son así, con brillantes abogados discursivos, sagaces fiscales inquisitivos y jueces circunspectos, de presencia paternal y benéfica y sentencias justas y ecuánimes, y, finalmente, de jurados de mente limpia, como Henry Fonda en los Doce Hombre sin Piedad. La realidad es mucho más chapucera y chambona; los abogados no son esos grandes oradores brillantes, sino que buscan vueltas y revueltas para defender lo moralmente indefendible en muchos casos (es su oficio: salvar al cliente); los fiscales son altos funcionarios que tratan de hacer su trabajo como pueden, con lo que tienen a mano, que es lo que sale de la investigación policial y de la instrucción judicial. Los jueces..., usted mismo. Y el jurado...¡ah, el jurado! Una moda reciente, un mecanismo nuevo que, según algunos, es un síntoma de participación ciudadana o de madurez democrática, o de porque si, y según algunos otros, es un fracaso. Supongo que la verdad está entre las dos opiniones. Pero lo cierto es que el jurado español no es el de las películas ni el de la realidad americana (que no es la de las películas americanas). Si usted junta a un grupo de españoles, tendrá dos bandos, y si “junta” a un sólo español, también. Esas dos Españas que casi siempre funcionan simplemente porque existe el contrario repiten un viejo esquema de Madrid-Barça, PSOE-PP, Coto de Arriba-Coto de Abaixo, Virgen del Carmen-Virgen de la Asunción, acusadores-defensores. Y este esquema simple se reproduce en cada rincón de la vida del país, y, también, en cualquier juicio, que parte en dos al conjunto, en el que se pueden incluir desde los aguaciles hasta, muchas veces, el propio tribunal (la clasificación de las asociaciones judiciales en conservadoras y progresistas no es más que un eufemismo que suaviza el esquema). Un jurado formado por españoles siempre tendrá dos bandos, ni siquiera les interesa la verdad ni la justicia ni el mínimo sentido del deber (son conceptos más arraigados en el protestantismo puritano –más intolerante y fundamentalista– que en el catolicismo mediterráneo –más dado a tolerar cualquier delito con tal que sea a mayor gloria de los nuestros–) A Francisco Camps le salvó el cine americano, esa forma de entender la justicia con jurados a los que se somete a una encuesta. Los expertos creen que si lo juzgara un tribunal de profesionales, lo condenaba, y que la encuesta al jurado tenía sus más y sus menos. Las encuestas, se sabe, las carga en diablo, que es capaz de hacer las preguntas para que el que responda vaya por buen camino. Además, una encuesta en España equivale a una mentira, unas veces, por fastidiar, y otras, porque lo que pensamos de verdad, no se lo vamos a contar a este tipo. Si en lugar de juzgar a Camps por un sistema cinematográfico lo hubieran juzgado por un sistema futbolístico (también válido y fácilmente comprensible por la mayoría del pueblo español, auténtico experto en el deporte del balompié) habría que esperar al partido de vuelta, y con ese 5-4 cabría esperar una remontada en campo contrario. Sería más justo, porque Camps jugaba en casa, con jurado de paisanos, ciudadanos de un país que se gasta millones de euros en petardos y muñecos de quemar y que, por tanto, no va a alterarse mucho por unos trajes más o menos. La cosa le salió bien, porque los jurados de las películas siempre están para salvar, es mucho más espectacular y de mejor efecto (repásense los grandes hitos del género) Como en aquella película de Woody Allen, el cine ha saltado a este lado de la pantalla y se ve por todas partes, a veces cómico, a veces trágico. La última muestra la dio la presidenta de Madrid que pretende hacer en su comunidad una especie de Las Vegas, con su mafia y todo, con excepcionales privilegios legales, fiscales y laborales para levantar una ciudad del juego y del ocio, una disneilandia para mayores, regida por principios mafiosos (ver El Padrino Segunda parte). La experiencia es lo primero que se pierde en este país, que ya olvidó todos los parques temáticos que prometieron grandes beneficios y acabaron en suspensión de pagos (Camps y Ruiz Gallardón inauguraron algunos). Habrá que esperar a que la próxima película que nos toque sea Águila Roja, con obispos malvados, intrigas palaciegas y maestros de escuela convertidos en guerreros ninja.

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