sábado, 18 de febrero de 2012

Almas vendidas

Diario de Pontevedra 18/02/2012 - J.A. Xesteira
La primera palabra que un niño buscaba en un diccionario empezaba por P; cuando la encontraba ponía: v:Ramera, con lo cual no se aclaraba mucho la cosa, así que iba a la R a buscar la otra palabra, y se encontraba con una definición: «Mujer pública que hace negocio de su cuerpo». Ahí la cosa se complicaba, porque la definición no le definía gran cosa. ¿Mujer pública?, ¿como un autobús o un retrete de estación? ¿Qué hace negocio de su cuerpo?¿Cómo? Las definiciones de los diccionarios tenían cierta tendencia a marear a los niños que buscaban palabras «pecaminosas» (las que se aprendían en la calle, donde otros niños nos informaban mucho mejor que la real academia de las cosas que realmente había que saber). Siempre me imaginaba que los diccionarios los escribían señores serios con cara de estatua con palomas. A veces, cuando necesito una aclaración enciclopédica, todavía me viene ese pensamiento. El niño con inquietudes de ampliar su vocabulario (al menos por la parte de las palabras que no había que decir en público) siempre encontraba que las definiciones se diluían, se dispersaban y no le aclaraban tanto como el amigo listo de la calle. Así, con esa deficiencia léxica se producían casos como aquella famosa anécdota del alcalde pedáneo que se dirigió al excelentísimo gobernador civil aludiendo a que su esposa (la del gobernador) era una mujer pública. El gobernador entendió a qué se refería el edil y lo disculpó. Como son públicos todos los políticos y personajes del mundo del Poder, también conocido como estado de derecho, que es una expresión que, si la buscamos en el diccionario, le pasa lo mismo que a la palabra puta, acaba por dispersarse en millones de leyes que lo mismo sirven para condenar a los buenos como para premiar a los malos, según decida el que tenga el poder decisorio; es decir, que es un estado de derecho que los hombres y mujeres públicos ponen como justificación, sin que entiendan mucho su significado (los niños de la calle lo saben) y que además, a muchos no nos gusta ni este estado ni este derecho. Pero volvamos al negocio de la mujer pública. Vender el cuerpo no es un negocio especialmente boyante. Los hombres y las mujeres públicos políticos sacan más rendimiento a la venta de almas (ojo, no armas de matar, que ese es otro negocio, sino almas, que es una manera de llamar a lo que no es corporal). Pero, ¿cómo se venden las almas?¿y a quién? Ahí entramos en terrenos de metafísica, en los que las cosas se complican más que en los diccionarios. Hay amplia literatura y leyenda sobre el caso, desde el Fausto hasta el guitarrista de blues Robert Johnson, que cambio su alma por el acorde perdido. Pero ahora mismo, lo que se vende se contabiliza, se mide, se tasa y se pone precio es al alma, que es donde reside la moral, la ética y la honradez. ¿Como vender un alma?¿Al peso? Pudiera ser, pero, ¿como pesar el alma? Depende del envase, porque no es lo mismo el alma de Soraya Sáez, por muy alto cargo que sea, que la de Álvarez Cascos, que desplaza mayor tonelaje. Podríamos aplicar el sistema usado para pesar el humo: se pesa el pitillo, se lo fuma, y se pesa la ceniza y colilla restantes; la diferencia es el peso del humo, al menos así se entiende el experimento. Pero, claro, tendríamos que pesar al personaje público y después matarlo, y pesarlo de fiambre, para saber el peso del alma, y no es plan tener que andar matando padres de la patria por un experimento de dudosa fiabilidad. La venta de almas de los seres públicos debe ser a ojo, al trapicheo y regateo, es mucho más lógico y adecuado al espíritu del estado de derecho y, sobre todo, a la ley de libre mercado, que son dos ideas paradójicas: paralelas y, a la vez, tangentes. Las almas, que son espíritu, se venden y se cobra en materiales cuentas de banco o en regalos más o menos caros. Los beneficios son variados, desde ese acorde de blues de Johnson en el cruce de caminos, hasta la eterna juventud de Fausto, pasando por cosas menores: un cargo ministerial, un consejo de administración, la fama, el poder, el dinero, el éxito, cualquier cosa vale. ¿El comprador? Ahí la cosa varía. Lo clásico es el Diablo, ya se llame Mefistófeles o el Satanás que negoció con el Cristo de los Evangelios una oferta que no podía rechazar, pero que rechazó. Pero sabemos que el Diablo está de capa caída, ya no es lo que era, los últimos papas modificaron su figura clásica, de tentador maligno. El diablo tiene mala prensa y no se sabe bien por qué. En la Biblia, que es el libro de cabecera de los cristianos, es mucho más dañino Jehová que el Diablo; el dios castigador mata mucho más que el pobre diablo, y si la Biblia lo dice, debería ir la cosa a misa. Es improbable que el Tentador se nos aparezca envuelto en humo de azufre, de forma teatral, para comprar el alma del presidente autonómico o del presidente de una fundación sin ánimo de lucro. No está para estas cosas, que se venden solas. Además, convocar al Diablo siempre es una cosa carnavalesca, con estrellas pintadas en el suelo y otras gilipolleces de cine americano; tampoco está el Diablo en una mina de Siberia, donde decían que hablaba con Stalin. ¡Pobre Satán! De estar estará mejor en Montecarlo o, como confesaba recientemente el exorcista del Vaticano al diario La Repubblica, está infiltrado en la misma Santa Sede, «y los que lo poseen vomitan vidrio y piezas de hierro» (¿le hacen algún chequeo mental a los expertos vaticanos?) Hay otros métodos: se pesa el cuerpo político al entrar en el cargo y se vuelve a pesar cuando sale, la diferencia es el alma. Se utiliza muchas veces la balanza de la Justicia, pero es un instrumento arcaico, una romana de escasa ley y poca fiabilidad. El Diablo no es tan malo ni hace negocios sucios.

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