jueves, 15 de septiembre de 2011

El poder de la imagen

Diario de Pontevedra. 14/09/2011 - J. A. Xesteira
Comentaba la semana pasada la importancia del silencio en un mundo saturado de ruido y sonidos de todas clases. Se me ocurre que, ya que empecé por lo que oímos, esta semana debía hablar de lo que vemos, más concretamente, de lo que vemos y recogemos en los variados sistemas de fijación de imagen. La idea, que viene enganchada a la de la pasada semana, me la da un reciente viaje de turista con cámara, en medio de miles de turistas con cámara. Los turistas viajamos para ver, oír y sentirnos en un mundo diferente, para comparar o para que nos comparen. Visitamos monumentos, catedrales, ciudades, terrazas de bares donde los cafés tienen nombres distintos y las cervezas son de otras marcas, recorremos restos arqueológicos (¿por qué siempre hace un calor infernal en las ruinas romanas?), entramos en museos y permitimos que nos metan un clavo en un restaurante de tercera división. Pero, además, lo fotografiamos todo; sólo es importante lo que es fotografiable y la misión primordial, objeto del viaje, es recoger la imagen de lo visto, aunque sea a toda prisa, y llevarla para casa en nuestra cámara de fotos; allí, o bien le damos la lata a los amigos con el pase de fotografías (si hay vídeo, la lata es superior) o las guardamos simplemente, clasificadas y para dormir el sueño eterno de las memorias de ordenador. No hace tantos años, las cámaras tenían carrete, un carrete que siempre se acababa en el momento clave, justo cuando el atardecer ponía esa luz especial sobre el monumento. En los lugares de atracción turística, en las tiendas alrededor de las catedrales o las ruinas, siempre había un letrero que ponía Kodak, en el que podíamos encontrar carretes y pilas e, incluso, aquellas cámaras de usar y tirar, como emergencia para perseguir la puesta de sol; los niños podían llevar su primera “instamatic” con las que se iniciaban en las artes de encuadrar y retratar. Son hoy los que usan sofisticados sistemas digitales. Entramos en una catedral y vemos docenas de aparatos que capturan el Pantocrátor, la columna barroca o el rosetón vidriado. Desde la pequeña y maravillosa cámara que se maneja con una mano, hasta las más profesionales réflex con macroobjetivos, pasando por los teléfonos móviles de la más variada gama y ya, como última aportación (de momento) de las tabletas: ya se ven personas apuntar su iPad hacia las alturas y recoger en su pantalla las maravillas del pasado. El fin principal del turista, que era visitar y ver, se ha cambiado por el de visitar y capturar la imagen para ver en casa; es raro el que se queda contemplando la catedral o el templo griego simplemente porque si, sin hacer nada más que mirar. Hay que capturarlo y llevarlo, porque sólo es importante lo que nos llevamos para casa, no importa si podemos comprarlo en la tienda de al lado en fotos magníficas y con explicación exhaustiva, tenemos que capturarlo nosotros mismos, como si fuéramos a un safari digital. Si echamos una mirada a las fotos del pasado, a nuestros álbumes de plástico adhesivo, comprobaremos que de todas nuestras vacaciones hay unas cuarenta fotos, de todo un viaje; en realidad disparamos muchas más, pero, descartadas las movidas, las que tienen falta de luz y las que metió la cabeza en medio un japonés, es lo que queda. Hoy podemos hacer mil y pico de una semana de vacaciones si tuviéramos tiempo para ello; basta con recargar la cámara por la noche y disparar para adelante, ya descartaremos lo que no nos interese cuando lleguemos a casa. La tecnología se ha puesto de verdad al servicio del hombre común, ha puesto en nuestras manos un instrumento importante para ser dueños de la imagen, aunque esa imagen de turista, una vez llevada a nuestro hábitat natural, pierda valor, ya que la gracia del asunto estaba más en la alegría de las vacaciones que en la realidad; la rutina del resto del año desvirtúa esa imagen que, de pantalón corto y en la euforia viajera nos parecía definitiva. Pero ahora somos dueños de las imágenes que nos rodean y las podemos apresar en un cacharrito minúsculo, con el que, además, podemos hablar a distancia, las fotos no tienen cuerpo, sólo alma; no hay que someter la imagen a un proceso químico para poder prenderlas en un papel, las llevamos metidas en el bolsillo y las vemos cuando queramos, incluso podemos enviarlas a cualquier parte del mundo. Salimos a la calle y nos transformamos en un fotógrafo de prensa a la primera de cambio. Los “papparazi”, esos esforzados fotógrafos de las revistas, que pidieron prestado el nombre del personaje de la película de Fellini (por cierto, se cumple ahora el no sé cuantos aniversario de “La Dolce Vita”) ya no tienen mucho que hacer, cualquier viandante pude ser el “papparazo” del momento, basta con que se encuentre con el personaje, que esté en el lugar oportuno en el momento oportuno, y saque su móvil, su blakberry o su cachivache digital y dispare todas las veces que quiera. Después llama a la revista o al periódico y ofrece la foto a un precio a convenir. Los niños ya tienen sustituto a los cromos de la liga del año, les basta con que el equipo de sus preferencias juegue en su ciudad para ponerse en la puerta del hotel y fotografiarse con el futbolista de turno.Hay que guardar imágenes y la tecnología nos lo permite. Hay ahora mismo millones de imágenes flotando en la red virtual, pero dentro de unos instantes habrá muchos más millones, porque la aportación es imparable. Estamos saturados de estampas. La historia ya no se cuenta, se filma y se fotografía. En la antigüedad del 23-F se inauguró la Historia de España en directo gracias a una cámara de televisión y a que unos fotógrafos de prensa pasaron los carretes dentro de los calzoncillos. El ahora conmemorado 11-S fue filmado en directo gracias a las cámaras callejeras y a los miles de aficionados que andaban por allí. Los tsunamis, los terremotos, las catástrofes, las muertes, las guerras, ya son imagen en directo. Puede que el exceso acabe por matar la información y acabemos por convertirnos en meros espectadores contemplativos sin opinión. O puede que no, quien sabe. Pero sea lo que sea, lo fotografiaremos.

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