sábado, 10 de septiembre de 2011

El ritmo del silencio

Diario de Pontevedra.07/09/2011 - J. A. Xesteira
Desde hace años renuevo por diciembre en la pared un calendario de hojas grandes, tamaño de medio folio, de esos que viene el día, a que hora sale y se pone el sol, el santo, la fase de la luna, un crucigrama o un sudoku por detrás, y una frase del día que siempre leo al arrancar la hoja muerta. En la del otro día figuraba una frase de Manuel Azaña, un presidente de España vituperado y minusvalorado por el eterno franquismo, pero que cualquier país estaría orgulloso de tenerlo como presidente, con sus errores políticos incluídos; pocas veces se dan en un político las condiciones de cultura que poseía Azaña; ni siquiera en la actual democracia encontramos a un político de su talla que, además, fuera un literato y un divulgador de la cultura como él. Dicho esto voy a la frase, que, se supone, la pronunció o la escribió hace casi un siglo, pero que mantiene una vigencia evidente. Decía Azaña: “Si cada español hablara solamente de lo que entiende, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. Clavado. La frase tiene dos partes a mi modo de ver, una, la del español hablando y opinando sobre todo lo opinable y para que se entere el mundo; y otra, la del valor del silencio, un valor que no cotiza al alza ultimamente. Me detengo un momento y me doy cuenta de que todos estamos inmersos en un universo sonoro que tiene horror al vacío silencioso y mudo. Me detengo otro momento y caigo en la cuenta de que todos somos mentes opinantes, somos esos españoles de Azaña, que hablamos de lo poco que entendemos (muy poco) pero opinamos de todo lo que no entendemos. Sólo así se explica la cantidad de críticos por metro cuadrado que hay en este país, donde todo el mundo lleva dentro un entrenador de fútbol, un analista político, un crítico de cine, de música, de literatura, de gastronomía popular o de moderna cocina descontextualizada; sabemos de pintura, de escultura, de arquitectura, de hockey sobre hierba, de motorismo, de fórmula uno, de baloncesto, de ópera y zarzuela, de heavy metal o de música caribeña, de lo divino y lo humano, de teología cristiana o islámica... O no, pero lo decimos como si poseyéramos las claves de cualquier conversación o de cualquier explicación. Hablamos en cualquier parte, ante cualquier auditorio, ya sea un estadio a rebosar, las cámaras de una televisión o –me temo– a nosotros mismos sentados en la taza del wáter. Debe ser así la cosa, a poco que nos paremos a mirar a nuestro alrededor. Como decía aquella canción de Simon y Gartfunkel, “El sonido del silencio”, que la iglesia católica convirtió en un despropósito para las misas con guitarra, “la gente habla sin conversar, oye sin escuchar y escribe canciones que no comparte”. En realidad hablamos para nosotros mismos, para nuestra vanidad y para sentir que existimos en un mundo que, de otra manera nos ignoraría; hablamos para decir que estamos aquí, pero todos lo decimos al mismo tiempo, y así no hay manera. La radio y sus profesionales siempre han tenido horror al vacío acústico; no existen compases de silencio en la charla ininterrumpida de los locutores, siempre ha sido así por sistema, y ese horror se ha transmitido a las televisiones, en donde sólo los programas de animales de la Dos, que todo el mundo dice preferir, contiene música, palabra y silencios largos, quizás por eso es tan apreciada, porque no molesta a la siesta. El resto es algarabía, cháchara, opinadores y opinantes, expertos y vocingleros. El país está lleno de esos españoles que hablan de lo que no entienden y pontifican como si fueran la palabra de un dios colérico. Pero, por otra parte, el silencio está desprestigiado, no se concibe espacio sin música o ruído. Entramos en un centro comercial o en una pequeña taberna y hay música, hay sonido, hay una ocupación forzosa del silencio. El invento del hilo musical y la “música de ambiente”, que decían que estimulaba las compras en los supermercados, ha dado paso a melodías ratoneras, matracas sincopadas de ritmos contundentes; a nuestro lado pasa un coche con un joven en su interior y por las ventanillas cerradas se oye el “dum-dum-dum-dum” de un ritmo tecnificado, robotizado, repetitivo, y suponemos que los decibelios del interior del coche ya le han dejado al chaval el cerebro convertido en yogur; por todas partes vemos desfilar a otros muchachos y muchachas con auriculares por los que se les inyecta las músicas que se acaban de bajar de internet, según gustos y apetencias; pero por el otro lado van sus padres y madres, caminando en chándal modelo colesterol también enchufados por las orejas a una emisora de radio. El caso es que no nos coja el silencio, que no nos atrape y tengamos que soportar el insolente ruído de la nada. Seguramente existe ya en camino una adaptación a la realidad que incorpora la banda sonora, como si viviéramos en una película en la que suenan violines en los momentos agradables y contrabajos siniestros en los peligrosos, y por eso estamos con los auriculares puestos, para meter la banda sonora original en nuestras vidas. Por las noches las calles se llenan de ruídos de gentes que no duermen, seguramente porque su misión es molestar a los vecinos, son la banda sonora de las calles; por el día, las ciudades se llenan del “mundanal ruído” del que escapaba el poeta cuando se consideraba dichoso de irse al campo porque ya no soportaba la ciudad, y eso que el poeta no sabía que todavía estaban por llegar los coches y el tráfico, con su orquesta particular. Hemos olvidado la importancia del silencio en los dos términos: como recurso argumental y respuesta a lo que ignoramos, que es casi todo, educado recurso de atención para aprender lo que no sabemos; y también como remanso para descansar nuestras meninges del barullo existencial, de la banda sonora que nos martiriza. Pero creo que es inútil. Shakespeare lo anunciaba en su “Macbeth”: “La vida es un cuento relatado por un idiota lleno de ruído y furia”.

1 comentario:

  1. Cuando voy por la mañana en el Vitrasa, y suena la radio con la voz a todo trapo de un tío que parece que está cantando un bingo, me gustaría ser un talibán e inmolarme.¡Qué descansada vida
    la del que huye el mundanal ruido!

    ResponderEliminar