viernes, 7 de enero de 2011

Cuando todo es "emífero"

Diario de Pontevedra. 06/01/2011 - J.A. Xesteira
Tengo un viejo amigo y antiguo compañero de periodismo, de los tiempos remotos cuando en las redacciones de los periódicos se fumaba, se bebía alcohol y café de verdad y las máquinas de escribir hacían ruido. Aquel tipo solía decir que los periodistas tenemos un deber importante, cual es el de educar para que la gente escriba bien y aprenda leyendo, porque, de lo contrario acaba hablando con ‘erratas’, como (era su frase preferida): “No me ‘dimafes’ ni me hables con ‘sárcamo’”. Como soy consciente de que los tiempos cambian a velocidades incontrolables, me viene siempre a la memoria otra de sus grandes frases: “Todo es ‘emífero’” Entre otras cosas, el viejo periodismo, sustituido por redacciones, silenciosas de ordenadores, incontaminadas de tabacos y alcoholes, donde el agua parece la panacea de toda la sociedad. Somos una sociedad con afán destructor de la memoria, transformamos con demasiada ligereza lo antiguo (aunque a veces conservemos auténticas bagatelas histórico-artísticas como si fueran el templo de Abu Simbel); tapamos el paisaje con grandes monumentos a la vacía inutilidad (subvencionada en algunos casos con dinero público, a mayor gloria de un político y con firma de arquitectos prestigiosos); y sepultamos playas y marismas con la inconsciencia del que obra para ser visto ahora mismo, aunque el futuro contemple el desaguisado como una desgracia sin vuelta atrás. Tenemos ciudades, algunas cercanas, que son ejemplo evidente de que el pasado fue mejor y el presente ya no tiene arreglo. En todas las ciudades por las que pasamos vemos como desaparecieron cines, teatros, los antiguos cafés, los centros de reunión, los templos culturales, aunque se sigan manteniendo en pie, con dinero público, muchos templos católicos de nula importancia histórica o arquitectónica y con tan escasa asistencia de fieles, que bien podrían reconvertir docenas de ermitas, capillas y demás edificios en locales de uso público o privado (hay que recordar que son locales privados, aunque sus reparaciones las pague el Estado). Por un lado venimos destruyendo desde hace tiempo la futura memoria del país y por otro la sustituimos por elementos de vida relativamente corta. Se confirma que todo es “emífero” Hubo un tiempo cercano en que el que muchos edificios con solera, que albergaban un cine, un café o una librería, desaparecieron para ver como en su lugar se levantaba una sucursal bancaria (casi siempre) o algún comercio con estilo de juguete de plástico. A poco que nos pongamos a recordar todos podemos poner ejemplos variados. Cierto es que en muchos casos los cambios de los tiempos obligaban a ello; cuando los cines antiguos vieron como la recaudación no daba para pagar al personal, se rindieron ante las inmobiliarias que vieron como les crecían solares en medio de las ciudades; cuando a los dueños de los antiguos cafés se les apareció en cuerpo y alma un banco (que no tiene ni cuerpo ni alma conocidos) para montar una sucursal, y les ofreció una jubilación dorada, no lo pensaron; incluso cuando los propietarios de aquella mercería de toda la vida, los de la relojería antigua, los del comercio con placa de “fundado en 1800” se dio de cabeza con una multinacional de la moda (que triunfa a costa de las costureras esclavas de Bangla Desh o Singapur) o de la multinacional de comida basura, sucumbió. Es comprensible. Y legal. Y, además, respetuoso con las normas más exigentes sobre edificios, fachadas o medio ambiente. Pero ya no es lo mismo. Los cambios no son tan perceptibles en nuestra ciudad, porque asistimos a la transformación desde dentro, de forma lenta y adaptándonos al cambio climático de las nuevas aceras, los nuevos establecimientos y la nueva vida. La parte de la ciudad que se pierde queda detenida en esos libracos que de vez en cuando nos recuerdan que fuimos de una manera distinta. En ese momento solemos pensar que aquellos tiempos eran más bellos. Pero no es del todo cierto, aquellos tiempos eran aquellos tiempos, y en ellos no había siquiera un teléfono móvil, por eso deberíamos pensar como personas que tenemos wi-fi en casa. Y en ese momento debemos entender que somos todos nosotros los que estamos en medio de los cambios, aunque en el camino hayamos dejado el paisaje urbano o rural convertido en una chapuza. Todo esto se me ocurría el pasado domingo, después de hacer una visita al pequeño rastro de la Plaza de la Verdura. Los rastros de todo el mundo son un bien cultural y social de protección urgente. En ellos se condensa la quintaesencia de las memorias familiares, la destilación del paso del tiempo. Pocas cosas nos dicen más de la historia de una ciudad que los rastros de las cosas viejas. Son la síntesis del cambio de los tiempos, cuando los nietos sacan del desván familiar la memoria acumulada por los antepasados y las malvenden al chamarilero. En las grandes ciudades, los mercados de viejo son un mundo dentro de la historia particular de cada país. Ahí está todo el honor y la gloria, a disposición del investigador, el etnólogo, el buceador de la historia. Una ciudad sin su mercado de las cosas pasadas es media ciudad, una urbe sin estilo ni clase. Porque nuestra memoria siempre nos juega malas pasadas, olvidamos con facilidad lo que no nos interesa del pasado y condenamos a las generaciones venideras a la ignorancia, a la maldición por las cosas perdidas que, de repente, aparecen en la calle, en medio de los ajuares olvidados y abandonados. Esparcimos la historia por la plaza del mercado de viejo, sepultamos el mar y amontonamos artefactos sobre el paisaje, al tiempo que creamos una realidad presente “emífera”. Nos resistimos a volver sobre nuestros pasos, a entender a nuestros antepasados y a saber de sus cosas. Y así construimos un presente con fecha de caducidad de yogur. Toda esa empanadilla mental se me venía a la cabeza imaginando que, ahora que los bancos y cajas de ahorro se funden y reducen sus oficinas, bueno sería que regresaran a sus antiguas actividades, a ser de nuevo cafeterías, mercerías, ferreterías, librerías... Se me ocurría todo esto al ver el anuncio de que el Café Savoy regresa de otros tiempos para que no se le eche de menos. Algo es algo.

3 comentarios:

  1. En el fondo, somos cavernícolas que hemos sustituído la cueva por el centro comercial.

    Salud

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  2. Es cierto todo lo que dices, pero ¿No puede ser que en el futuro, estos monstruos comerciales que generan encuentros triviales y efímeros, estas ciudades de cemento despersonalizadas, sean añoradas también y lo único que nos ocurre es que no aceptamos nuevas formas de convivencia?porque lo de antes es mejor, el tiempo dirá si estamos mas unidos de otras maneras virtualmente hablando por ejemplo...............

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  3. Me gusta tu reflexión,...pero sobre todo la parte en la que dices que somos animales de una nueva era, con wifi-necesidades nuevas...

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