jueves, 13 de enero de 2011

Maniobras de distracción

Diario de Pontevedra. 12/01/2011 - J.A. Xesteira
Yo no fumo. Y me gustan los cafés, sitio de encuentro y de contemplación del paso del tiempo mientras se toma un líquido cortado con leche. En otro tiempo fumaba. Y me gustaban los cafés también. En ese otro tiempo, los cafés eran un lugar parecido a una película expresionista alemana: lleno de humo, con las mesas sembradas de copas de coñac y cartas o fichas de dominó batiendo en el mármol. Eran lugares mágicos que nos dejaban huella, sobre todo olorosa (en llegando a casa, la madre o la esposa ponían cara de asco al acercarse, y la ropa tenía que ir a la lavadora directamente). En los cafés se concentraban aromas de “farias” con las huellas del quemado de pitillos sobre las mesas, el aire era respirable sólo para los mutantes que nos habíamos acostumbrado a ese habitat maravilloso, donde se discutía de política (era el único sitio para discutir de política) se cantaban veinte en copas y se bebía coñac, esa bebida que ahora sólo se utiliza para remojar un pollo asado. Eran lugares míticos cantados por escritores que hacían vida dentro de ese espacio vital; en el cuadro de Solana de la tertulia del café de Pombo, la cultura del tiempo fumaba mientras Ramón Gómez de la Serna decía aquello de: “Yo me voy a los cafeses y me siento en los sofases, y me alumbran los quinqueses con las luces de sus gases”. Una estampa nicotínica y alcohólica. Pero llegaron otros tiempos y otras modas. La de ahora mismo es la expulsión de los pecadores a la calle, al arroyo, al frío, con el objeto de su maldad encendido, mientras padecen las inclemencias del tiempo. Ahora, el aire de los cafés, de los pubs, de los bares, es limpio como el aire del Kilimanjaro, ya no hay colillas en los ceniceros, porque tampoco hay ceniceros, el recinto es una burbuja higiénica. El vicio sigue en la calle. El mundo occidental ha decidido velar por nuestra salud y castigar a aquellos que convierten en “fumadores pasivos” a sus vecinos de mesa. Y ahí surge una polémica que estos días rebota en todos los medios informativos: no es para tanto, dicen unos (los pecadores); si, pero ahora da gusto entrar con el bebé en un café, añaden los otros (los puros y descontaminados). Y ambos tienen razón. La medida es drástica, pero deja el lado oscuro del problema sin solución. ¿Por qué no prohibir el tabaco de plano e incluirlo en el grupo de drogas, como el hachís o la marihuana? A fin de cuentas, todas se fuman y son drogas que contienen sustancias que acaban en “ina”. Los fumadores alegan que el tabaco es un producto santificado por el Estado, que recauda sus impuestos a través de su venta. Y en eso ya hay un doble rasero con una pizca de hipocresía en medio. Y muchas contradicciones; usted puede cultivar su cáncer de pulmón nicotínico fuera del bar, pero puede alimentar su cirrosis alcohólica a placer y caño libre, dentro, sin problema. Todas esas cosas son comentarios que estos días andan en boca de los afectados por la medida, que somos todos. Pero las cosas irán por su cauce. Nos adaptaremos a esta como a tantas otras medidas que fueron polémicas en su día y que nunca nos convencerán de que el Estado es como nuestro ángel de la guarda (por ejemplo el cinturón de seguridad, la colección de sillas de bebé para poner en los coches y otras muchas obligaciones que siempre se traducen en multas) Acabaremos acostumbrándonos a los nuevos tiempos, ¡qué remedio!, porque siempre nos hemos adaptado a todo lo que nos viene impuesto con amenaza de sanción. Pasarán estos días en los que se pelean unos cuantos clientes con unos pocos camareros; aumentará el número de los que aprovechan para dejar de fumar, pero volverán dentro de unos meses, cuando las ganas de juntar el café con el pitillo superen a las bondades de los que velan por nuestra salud. Crecerá el número de terrazas cerradas, como tiendas de sultanes, caldeadas con setas de butano, y se formará una nueva clientela externa con una clara división: los de dentro y los de fuera, como dos tribus distintas. Aparecerán clubes de fumadores en los que sólo entrarán los adictos a la causa. Cambiará la noche, y aumentará el bullicio exterior, pero eso es algo que viene cambiando desde siempre. En las entradas de los edificios públicos habrá que delimitar donde es legal y donde no, porque eso hay que dejarlo claro, incluso con señales a la vista, total, una señal más en el bosque de cachivaches urbanos (mobiliario le llaman) no se va a notar. Y sólo se beneficiarán de su libre albedrío tres sectores concretos: los presos, los internados en psiquiátricos y los ancianos de las residencias. Y, bueno, nadie está libre de convertirse en un miembro de cualquiera de los tres en algún momento. Alguna ventaja tenía que tener. En realidad, a mi no me lo quita nadie de la cabeza, esto no es más que una distracción para que no discutamos (y pensemos) en cosas más importantes. Como en tantas ocasiones, unas veces de forma premeditada y otras de forma intuitiva, se crean asuntos con los que se pueda entretener a la sociedad; para discutir, para opinar, para aplaudir o para protestar, el caso es tener al personal en danza y evitar que se fije en otras cuestiones. Por ejemplo en otras contaminaciones que no se pueden solucionar echando a la calle a los contaminadores; nuestras comidas contienen sustancias inconfesables (el hecho de que en Alemania hayan aparecido granjas con dioxinas no es más que una anécdota, espanta pensar lo que no sabemos), contaminados en el aire (todos los bebés que pasean en cochecito por las ciudades circulan a la altura de todos los tubos de escape), en las aguas, en la tierra. Pero eso no hay manera de prohibirlo, porque es el precio residual que tenemos que pagar por el progreso (económico). Nos distraen de asuntos importantes que sí nos afectan más que un poco de humo en el café, como la incapacidad de los gobiernos de controlar un sistema capitalista perverso que pretenden enmascarar dentro de frases falsas, como “libre comercio”, “inversión garantizada”, “autorregulación del mercado” la impunidad con que los banqueros gestionan el riesgo de sus clientes. Estamos entretenidos y con aire limpio mientras no inventen otra ley para nuestro bien.

1 comentario:

  1. Si. Si. Si. Dacordo totalmente coa doble moral das prohibicións por parte do Estado. Pero eu non creo que o Estado sexa ninguén para prohibir a existencia de algo que existe (tabaco, marihuana, cocaína, heroína, alcohol); como muito, será alguén capaz de regularizar (para axudar á convivcencia), e crear unha base amparadora para ás posibles continxencias xurdidas do consumo dos mesmos. O Estado non pode prohibir algo que existe, porque nós somos o estado (non é un ente aparte) e sería o máis extrano do mundo facer que prohibimos algo que facemos que exista.

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