jueves, 20 de enero de 2011

Quemando bonzos

Diario de Pontevedra. 20/01/2011 - J.A. Xesteira
Cuando leí en las noticias de estos días los sucesos revolucionarios de Túnez, una frase, “quemado a lo bonzo”, explicaba el desgraciado fin de un muchacho vendedor de verduras, que, paradójicamente fue el afortunado comienzo del cambio de rumbo tunecino (el comienzo es afortunado, el final, se verá). La frase, un cliché más en el catálogo universal de la literatura periodística, se utiliza de forma inmediata, suponiendo que todo el mundo sabe lo que significa: echarse gasolina encima y prenderse fuego. Pero se me ocurrió que los primeros que se inmolaron de esta forma tan brutal no están en la memoria de los que tienen menos de 50 años. Me recordó aquel comienzo de la guerra de Vietnam, una época confusa, en la que, de pronto, los periódicos mostraban a un monje budista (el bonzo) llegar a una plaza, empapar su túnica con gasolina y prenderse fuego hasta morir, el pie de foto explicaba que el hombre no se inmutó en medio de su atroz suicidio, no pronunció un solo grito. Si acuden a la socorrida Wikipedia, verán que aquel bonzo se llamaba Thich Quang Duc, y pasó a la historia por dar nombre a una manera de protesta, generalmente política, desesperada y extrema, e inaugurar, de paso, una modalidad seguida en diversos países y distintos tiempos, por otras personas (hay una lista que ya incluye al desventurado licenciado-verdulero tunecino). Para los viejos del lugar, los bonzos ardiendo son una de las fotos de la colección de cromos mentales que tenemos de aquella guerra de Vietnam, que se mezcla con el Mayo del 68 y otras estampas del pasado. Son cromos viejos y sobados. Pero algunas cosas se fijan en el inconsciente colectivo y atraviesan los tiempos para reaparecer de vez en cuando. Retomemos Túnez. Se habla y se hablará durante una temporada de esta revuelta popular que consiguió echar de su chalet con vistas a Italia a Ben Alí, un presidente al estilo actual, que busca por todos los medios retorcer la democracia (un concepto comodín que vale para todo) y perpetuarse en el poder, generalmente por dos razones: porque él es un salvador, y porque el pueblo, sin él no es nada. De paso, bajo su amparo, suelen crecer y desarrollarse dos cosas: la corrupción y tráfico de influencias en los círculos del poder, y un sistema represivo que contenga el malestar de la ciudadanía. Esto es lo que viene escrito en el prospecto de indicaciones, y coincide con el proceso de Túnez. Otras circunstancias añadidas son que casi siempre coincide con una visión externa agradable, que refleja un país turístico, barato y con sol, buenas plazas, muchas instalaciones hoteleras y algunas joyas arquitectónicas y exóticas; también influye el hecho de que el país sea “amigo” de las potencias, en este caso de Europa, y que la economía mundial lo tenga presente en sus oraciones, en este caso, el Fondo Monetario Internacional, que había bendecido a Túnez como un ejemplo a seguir. Túnez era, de los países de la franja árabe mediterránea, lo más tranquilo, lo más ligero, como unos italianos trasplantados a la otra orilla. Esa, al menos, era la visión a golpe de cámara de recuerdos turísticos. Pero la realidad estaba fuera de la Guía Michelín, como siempre. Y bastó que el verdulero se inmolase a lo bonzo para que todo saltara por los aires. Ben Alí tuvo que abandonar por patas su residencia sobre las cuatro piedras y media que constituyen lo que un día fue Cartago, y buscar refugio en Arabia Saudi, al parecer con tonelada y media de oro (según los servicios secretos franceses). El problema es que el caso de Túnez no es aislado, responde a un mal general mundial y a un caso específico de la zona del Magreb. El mal general es el de siempre: hay un reparto desproporcionado del bienestar en muchos países, y cuando la presión es insoportable la cosa estalla. El particular del Magreb es que toda la zona está gobernada por autócratas diferentes, desde un rey omnipotente en Marruecos, hasta un presidente con 30 años en el poder de Egipto, pasando por variados ejemplos en Argelia o Libia. Túnez, que disfrazaba su problema de fondo con un turismo feliz y jazmines en la oreja, acaba de dar la señal de salida. El ejemplo del bonzo tunecino ya ha tenido respuesta en otros quemados, en Argelia, Egipto y Mauritania. Es decir, que la presión es la misma y la revuelta está servida en toda la parte de abajo del Mediterráneo. Los acontecimientos siguen una lógica previsible. Y ahora toca a la comunidad internacional reorganizar y mediar para que la situación no llegue a mayores. Otras veces han ocurrido otros revolcones políticos en estos países (son países relativamente jóvenes, viciados por las metrópolis de los antiguos colonizadores y apoyados por los nuevos poderes aliados) Pero sucede que las viejas fórmulas ya no sirven. Hay elementos en el ejemplo tunecino que lo hacen distinto y, a su vez, harán distintos todos los procesos que se contagien desde ahora. La revuelta ha regresado a manos de los jóvenes, como siempre, pero estos tienen armas impredecibles hace un Mayo de 68. Los desposeídos de la sociedad, la juventud, ataca con teléfonos móviles; los silenciados de la información, bombardean con internet; las grandes marchas sobre el palacio se convocan a golpes de SMS; y los heridos en las calles se muestran al mundo en el preciso instante en que caen sobre la acera. Y eso es una mecha rápida que hace que estalle la dinamita bajo los pies del poder. Y los jóvenes saben que aunque estén en Túnez no están solos, que hay una comunidad que trabaja para ellos desde otras partes del mundo. Precisamente la espoleta que hizo saltar la protesta fueron de los papeles de Wikileaks que revelaron como la familia de Ben Alí era una “cuasi mafia”, en palabras del embajador americano. Precisamente ahora mismo hay un movimiento imparable de jóvenes con la máscara de un cómic (los políticos deberían leer más cómics y menos Financial Times) que crean Anonymous, un ejército contra el poder y la mentira que lo sustenta. En el fondo las cosas nunca han cambiado, siempre es la misma lucha; cambia el estilo, cambian las herramientas, cambian las fórmulas, pero ahora los jóvenes tienen armas que el poder no controla. Y siempre que haya un poder que aprieta, habrá una juventud para revolverse o inmolarse a lo bonzo.

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