viernes, 13 de abril de 2018

Gaudeamus igitur

J.A.Xesteira
El himno universal de todas las universidades, el Gaudeamus Igitur (Alegremonos, pues), un cántico en latín (sólo por eso ya merece la pena cantarlo) que alguna vez entonamos en algún acto solemne universitario, tiene pocos motivos para alegrarnos la vida. La universidad no es tampoco lo que queríamos que fuese en los viejos tiempos del Mayo-68 (cincuenta años el mes que viene); el “vivat academia, vivat profesores” ya no se ajusta a los buenos deseos (en el himno también se cantan vivas a las virgenes hermosas y a las mujeres trabajadoras). La Universidad española está en cuestión. El hecho puntual y casi anecdótico del falso máster de Cifuentes es la punta del iceberg que deriva por la sociedad española sin rumbo. Los males no son precisamente el hecho de que la Universidad Juan Carlos I (nombre poco afortunado para un personaje de escasas luces universitarias) haya dado un título falso a una política que sabía que era falso; el escándalo hispano-político rueda y rueda al estilo de este país, durante días; en otros países bastaría la aparición de evidencias de falsedades para que un político dimitiera por vergüenza torera; en España, no, se niega lo evidente y el partido que acoge en su seno a la política mendaz, lo entiende como un ataque de “los malos” contra una dignidad inexistente. Estos días, un actor de cine fue condenado a pena de cárcel por falsificar un título de patrón de barco; el actor aceptó la pena y pagó la multa. Pero en política no funciona la cosa igual; contra todas las pruebas de que la presidenta de Madrid (estamos hablando de la presidenta de Madrid, no de un titiritero, o un rapero o un actor) tiene un máster falso, ni la Justicia (veloz con  la farándula) ni el Gobierno (defensor de los suyos) ni la propia Cifuentes (contumaz en negar lo evidente) hacen otra cosa más que mirar hacia el  infinito y silbar por lo bajo. Es como si el ganador de la etapa del Tour diera positivo y continuara en la carrera.
El incidente Cifuentes, con todo el acompañamiento político y periodístico que día a día desbroza más y más datos de la ilegalidad que, paradójicamente, no encuentra un fiscal ni un juez que acuse a alguien de falsedad-en- documento-oficial con la intención evidente de obtener beneficios públicos, no es un mal en sí mismo, sino el síntoma de un mal. A buen seguro que a continuación seguirán apareciendo más casos como el de la presidenta; de hecho, y sin moverse del mismo partido político, ya surgen másters parecidos, dirigidos por el mismo personaje que manipuló (supuestamente, de momento) el de Cifuentes. El caso nos lleva a mayores profundidades, a considerar la Universidad española como un espacio natural protegido, en el que se gestionan parcelas de poder en lugar de gestionar la cultura y la ciencia de los futuros dirigentes de este país. Desde aquel Mayo-68, en el que los de la calle tomada pensábamos que aquella universidad era clasista, cerrada, elitista y un montón de cosas más, hasta esta universidad de ahora, han pasado muchas cosas y una democracia. El primer efecto fue considerar a la universidad como objeto de obra inaugurable y rentable políticamente; se esparcieron centros universitarios como si fueran pabellones deportivos; y nacieron las universidades “de partido”, cuyo ejemplo más evidente está en las madrileñas, primero la Carlos III, en tiempos socialistas y después la Juan Carlos I, en la era pepera de Gallardón, un tipo del que no se fiaba ni su padre (textualmente, hay declaraciones); en medio, se patrocinó y subvencionó a las universidades privadas (negocios casi siempre a la sombra del gasto público y el beneficio privado), y en cada comunidad se repartieron facultades con carreras surtidas. En paralelo se habilitaron leyes y decretos por los cuales se trazaban vericuetos por los que serpentear hacia el título con el que engordar el currículum para el puesto docente; las leyes se hacen, claro está, para beneficio de “los míos” (si mis amigos no pueden pasar por las leyes, se hacen otras leyes, como el viejo criterio marxista facción Groucho). De manera tangencial se fijan partidas en los presupuestos del Estado para la enseñanza universitaria, con mejores y más profesores y una investigación de lujo; en la realidad todo eso no es más de papel de mojado con pises políticos; el año pasado, de cada tres euros presupuestados para Investigación y Desarrollo, sólo se llegó a invertir uno.
¿Qué hemos conseguido con todo esto? Por una parte, fabricar en serie emigrantes de lujo, personas jóvenes bien preparadas que no encontrarán aquí la manera de rentabilizar la inversión que el Estado hizo en formarles, con sus másters, sus títulos y sus posgrados; tendrán que marchar a otros países, en los que se habla alemán o inglés, y en los que serán reconocidos, pero mal pagados. Otros sobreviven en su tierras como pueden, dando clases en colegios o institutos o buscándose la vida en precario, sin que sus máster les sirva para mucho. Porque, a la hora de entrar en el mercado laboral, pesan más los contactos ( o la pertenencia a un partido) que los currículum. El acceso a la docencia universitaria, que hace 50 años pensábamos que tenía que cambiar y ser un camino en el que prevalecieran los méritos personales y académicos, el trabajo y la investigación y el sentido común y la honestidad del sabio, se ha convertido en un acceso solo para “los míos” (cada quien ponga aquí a quien se le ocurra), donde pesa más el partido político, la amistad personal o la autofagia permanente de la clase funcionarial. Los tres grandes enemigos de la sociedad, que creíamos que la democracia iba a extirpar, el amiguismo, el enchufismo y el pesebrismo, se mantienen mucho más fortalecidos. En la universidad hay gente incompetente, deshonesta y que busca su lugar para poder medrar, pero son muchos más –al menos creo tener esa certeza– los competentes, los honestos y los buenos profesionales. Lo malo es que ser honesto y competente no es muy rentable en estos tiempos estupidos que nos toca vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario