viernes, 6 de octubre de 2017

Después del huracán

J.A.Xesteira
Es norma histórica que después de un desastre natural las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. No hace falta remontarse al Diluvio o a Pompeya. Tomemos el Katrina como paradigma de todos los desastres contemporáneos. Después de que el huracán asolase Nueva Orleans aparecieron los políticos en televisión para dar explicaciones y prometer que todo se iba a reconstruir,. Mentían. Nada de lo prometido llegó a buen fin. De aquel desastre quedó mucho cabreo en el sur profundo, un millón de emigrados y una serie magnífica de televisión: “Frame”. Lo sucedido en la próspera Nueva Orleans es lo mismo que sucede en otras latitudes y otros desastres parecidos. Recordemos Haití y su terremoto de 2010; el mundo entero se volcó en televisadas operaciones de auxilio; se abrieron cuentas en todos los bancos, que se embolsaron millones por las tasas de depósito; el dinero nunca llegó, murieron los que murieron y los que quedaron vivos siguieron igual de pobres que antes. Un país rico, un país pobre; el resultado es el mismo. Sin salir de Europa; aquel famoso terremoto italiano de L’Aquila (2009) que vio a Berlusconi prometer la reconstrucción. A día de hoy todavía hay centenares de personas sin casa y el pueblo es una escombrera. Aquí al lado ardió un pueblo portugués, Pedrógão Grande, y aún están esperando que alguien les diga que va a pasar con sus casas. Nada es lo mismo después del desastre.
Vale de ejemplos y vayamos a otro desastre. El desastre natural de Cataluña. Era natural que ocurriera el desastre, porque las fuerzas políticas enfrentadas generaron un sistema tormentoso, caracterizado por una circulación cerrada (sin diálogo o entendimiento) alrededor de un centro de baja presión y que produjo fuertes vientos (políticos y legales, escasamente democráticos y altamente cerriles) y abundante lluvia (de palos). Pasó el día, pasó la romería, pero ya nada será igual ni en la Catalunya trionfant ni en la Marca España. Con el cadáver del referéndum todavía caliente, el problema no ha hecho más que empezar y a la hora de hacer recuento de víctimas y bienes perdidos en la tormenta nadie mueve un dedo y los (i)responsables, que tenían todos los datos meteorológicos de lo que se avecinaba prefieren seguir culpando al contrario de lo sucedido e insistir en el palabrerío hueco del estado de derecho, la ley, la constitución, el derecho a la autodeterminación y algunas coplas más que sólo sirven para tertulias de televisión, pero no arreglan lo que los vientos y las aguas arrasaron.
La primera víctima del 1-O fue el periodismo, el periodismo escrito, digo (del hablado o televisado, me estoy quitando, por higiene) He visto como el nivel periodístico descendía a la altura del Reporter Tribulete (ver enciclopedias del cómic español): muchos periódicos, escaso periodismo. Los grandes rotativos, que en su día fueron ejemplo de fuerza informativa contra los poderes constituidos, se han visto reducidos a panfleto defensor de Buenos contra Malos; no hubo matices, cada periódico se constituyó en arma ofensivo-defensiva de los Nuestros. Se invocó la Ley y se invocó la Patria (ultimo refugio de los canallas, según el intelectual inglés Samuel Johnson; último, no, primero, según el escritor americano Ambrose Bierce) y se desinformó totalmente a los posibles lectores. Curiosamente fueron los periódicos pequeños (como éste en el que me dejan escribir) los que mantuvieron el tono ya perdido en las grandes cabeceras del país, que un día fueron pero ya no son.
Cuando calmaron las aguas aparecieron chapoteando entre el fango, ya inútiles e inservibles, los políticos. Puro material de desguace. La polícia no pudo salvar nada del desastre, más bien contribuyó a aumentar el desconcierto y el desorden público. Son unos mandados y quien los manda, manda mal. La imagen que queda de ellos no es muy edificante, la de una tropa obediente a la orden de pegar a la población. Sabemos que no es exacta, que su cometido es otro, pero lo que queda es la imagen y la imagen es esa.
Entre los bienes más preciados que han quedado inservibles por la riada está la libertad; la libertad de expresión, legalmente autorizada “para-los-que-piensan-como-yo”; la libertad de reunión, sólo “para-los-que-lleven-mi-bandera”. Al final, unos y otros han impuesto la libertad obligatoria.
Como en todos los desastres, la fuerza natural pone al descubierto los defectos estructurales. El primero, la verdad, que no era más que un decorado. Las dos fuerzas de derechas han mentido para poder manipular a las masas, cosa relativamente fácil, porque han jugado con los sentimientos, en un país en el que no se reflexiona, se opina con las tripas. Han conseguido convertir a los que estaban en tierra de nadie, en partidarios radicales. Las masas son fáciles de manipular y cuando se aplica el sistema del fútbol a la política puede pasar cualquier cosa.
Los políticos han quedado –todos– invalidados para dar respuesta a los verdaderos problemas del país, han gastado la oportunidad que tenían de trabajar con sentido común por el bien de todos, de los catalanes y del resto de la ciudadanía. Las fuerzas vivas de cualquier nivel han mostrado su incapacidad y su inutilidad ante una situación crítica. Se pedía un poco de cordura y un poco de templanza, pero no saben que es eso. El presidente Rajoy enmudece y deja que sea Soraya la que hable. Al final habló el rey con un discurso a destiempo. Sus asesores-escribas no estuvieron finos; los remedios hay que ponerlos como prevención, no cuando la enfermedad ya es crítica. Felipe VI salió a radicalizar más el desastre, pero alguien debería decirle que él no es figura defendible, que es un rey puesto por un referéndum y que un rey necesita del pueblo para ser rey, pero el pueblo no necesita un rey para ser pueblo. Hablar a los postres no ayuda a la digestión de una comida pesada.
Pasarán años antes de que se pueda reconstruir todo lo que se ha llevado por delante el huracán. Solo los chinos han ganado en esta debacle vendiendo banderas. (¿Qué pensarán los chinos, con lo raros que son?)

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