lunes, 16 de octubre de 2017

Merecemos otra cosa

J.A.Xesteira
Lo reconozco. A mí eso de las banderas me produce la misma reacción que el gluten a un celíaco. Debe ser un defecto, y si hubiera que buscar antecedentes psicoanalíticos, probablemerntre me viene por haber jurado bandera en la mili con fiebre alta y un brazo hinchado por culpa de la vacuna militar (que, eso si, me curó de todo, incluido el ardor guerrero). Sea cual sea el motivo de mi alergia, cuando veo confrontaciones entre banderas, como el de las esteladas y las rojigualdas (que son los mismos colores en distinta tela) me parece que va a haber un partido de fútbol. De hecho siempre aparecen para una confrontación, con las inclusiones de banderas republicanas, anarquistas, franquistas o incluso carlistas. Si lo tomamos como un juego deportivo o una especie de palio de Siena, la cosa no tiene mayor importancia. Pero en este asunto catalán, todo parece indicar que los agitadores de Madrid y Barcelona quieren jugar a ver quien la tiene más grande. Me refiero a la manifestación. Por muy históricos que se pongan los abanderados, las banderas no tienen épica alguna (la catalana es la de los reyes de Aragón y la española viene de un concurso organizado por Carlos III para buscar una enseña que se distinguiera en el mar, porque la blanca de los borbones no sólo no se distinguía en los barcos sino que parecía que se estaban rindiendo). Y en esta competición de ver quien junta mas banderas en la calle, después de la manifestación pro Cataluña, vino la manifestación pro España. Todas son enormes, porque a la gente le gustan las procesiones (que son una manifestación sin cargas policiales) y así miles de españoles se fueron el domingo pasado a Barcelona, en una operación de “carreto” que recordaba viejas adhesiones inquebrantables de Plaza de Oriente para hacer bulto.
Y por el medio las grandes empresas radicadas en Cataluña se evaden, que es lo suyo. Aquí se descubre que no estaban allí por amor, sino por el dinero, como buenas empresas, incluidos los bancos más catalanes del mundo, La Caixa y Sabadell. No es más que un truco, se llevan las sedes (seguramente, ni eso, las llevan sobre el papel, pero las oficinas siguen donde estaban, que es más barato) y dejan el resto, las tiendas, las oficinas bancarias y todo lo que sirve para sacar dinero. Un truco, una ilusión. Vean la bolsa, igual un día baja por culpa –dicen– del independentismo, que al otro día sube –dicen– porque las empresas llevan su nombre a otro registro mercantil. ¿Magia? Los informativos televisados dicen que es porque los mercados son sensibles a la incertidumbre, una estupidez como otra cualquiera, no es más que una frase hecha por alguien para gastar en informativos. Los mercados hacen lo que dicen los mercaderes, no lo que dicen los gobernantes. Los mercaderes, una suprainteligencia gobernante, pueden decir que los bancos están formidables, antes de que tengamos que gastar lo que no tenemos en sanear a esos mismos bancos. A los mercaderes les da lo mismo guerra que paz, en todo eso sacan beneficios.
Todo es un pesado lío que no entienden ni los que están en la cumbre del problema. Los periódicos sacan cifras, estadísticas, resultados de encuestas, todo con un tufo partidario de los partidos sediciosos o de los partidos centralistas. El lenguaje sube de tono sin que los políticos a medio cocer, que gustan de verse en sus estrados de colorines y subirse a la red, sean capaces de controlar su lengua (¿por qué no se callan?, diría el Emérito Campechano) y para redondear la gran empanada el president Puigdemont se inventa una independencia en “stand by” (un juego evangélico: “ahora me veis, después no me veis y más tarde me volvereis a ver), y todos juegan a ganar en este juego en el que nadie gana: unos pierden más que otros.
Al final, los que perdemos seremos los de siempre, los que no nos gastamos un duro en banderas. Seguramente porque vemos el mundo desde abajo, al ras de suelo, mientras los españoles y los catalanes se gritan muy alto animando a sus equipos. Pero la vida no nos la arregla ninguno de estos. Le estamos dando demasiada importancia a cosas que no la tienen, y en esta merienda de negros caníbales, nosotros estaremos dentro de la olla. El independentismo y el contraindependentismo son como la final de copa o el Tour de Francia: sólo existen en televisión y lo ven los espectadores de grada o de cuneta, con sus banderas, gritando en un carnaval absurdo y a ratos obsceno. Los demás sólo queremos que la vida se arregle, que las listas de espera de los hospitales públicos se acorten (no por el sistema de desviar a los enfermos a hospitalies privados, en una hábil jugada de reducir empleos en la sanidad púbica para que la lista se alarge hacia lo privado); sólo queremos que acabe la pertinaz sequía, seguramente producida y agravada por las malas prácticas políticas ambientales; queremos que la investigación se haga en nuestro país y no exportemos mano de obra altamente cualificada (ahora andan incluso intentando rescatar a estudiantes de las unviersidades catalanas, las únicas de España con calificación de excelencia internacional, para que regresen a Galicia, ¿para qué?); queremos todos vivir mejor, y que los contratos sean legales y no una trampa laboral en la que se contrata (y cotiza) por unas horas, cuando la realidad es que esas horas se doblan sin sueldo (cosa que saben sindicatos y Ministerio de Trabajo); queremos que este país no sea un país de camareros para turistas que visitan parques temáticos compostelanos; y que los camareros sean felices (y bien pagados) Queremos (o deberíamos querer) menos banderas y mejor reparto de la tarta en un país que cada vez tiene más millonarios y, en consecuencia, aumenta mucho más el número de pobres (pocos prósperos, muchos descontentos) Queremos que la democracia no sea como el chiste infantil (“Que queres, ¿tuto o muete?” “Susto”… “Uhhh”…”Hay, que susto”…”Habé elegido muete”)…, que la democracia no sea una elección entre dos maneras estúpidas de ver la vida.

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