viernes, 2 de junio de 2017

Tiempo de reajustes

J.A.Xesteira
Veo y leo la noticia de una batalla entre policías y gente joven en Santiago, por causa del desalojo de un edificio ocupado en el casco histórico; concretamente se trata de un edificio con blasón en el número 11 de la Algalia de Arriba. Depende quien dé la información tuerce hacia su propia subjetividad (por no llamarlo tendencia, partido o simplemente falta de profesionalidad) y unos hablan de “batalla campal en una casa okupa” y otros hablan de “carga policial contra los que se manifestaban por una casa cultural”. La (des)información es coja y tuerta; las pesquisas de los Medios llegan, como mucho a situar en ese número al coro Cantigas e Agarimos. Pero para algunos, entre los que me cuento, ese edificio fue mucho más. En el curso 67-68 vivíamos una tropa de estudiantes en el piso primero, en la vivienda de doña Mercedes, una excelente maestra de escuela (y persona encantadora) que tenía pensión para unos doce o catorce tipos repartidos entre las facultades de Derecho, Medicina y Químicas. Formábamos un colectivo incontrolable que conviviamos con los hijos de la casa. Mi habitación, compartida con tres compañeros, estaba en el balcón pegado al blasón. En el segundo piso había otra pensión en la que creo que habitaba en aquellos días el cantante Benedicto, que recién presentaba canciones en el Paraninfo de Medicina (en el que las Voces Ceibes se esforzaban por meter dentro de los tres acordes que conocían la poesía de Celso Emilio; los del público sudábamos como pollos de granja y pedíamos a gritos una libertad abstracta). En los bajos estaba Cantigas e Agarimos y la taberna El Cuco; arriba de todo estaba la Orquesta Compostela. Al lado estaba nuestra sede social, el Bar La Cepa. De todos aquellos que asistíamos –más o menos– a clase, cantabamos serenatas y procurabamos pasarlo bien, hay varios doctores, médicos, abogados, profesores de ciencias y otros que seguimos caminos diferentes. Los tiempos eran difíciles, pero, como diría Brecht, también en los tiempos difíciles se cantaba, y también en aquellos tiempos difíciles había batallas entre la policía (gris) y los estudiantes sesentayocheros. Muchos de aquellos que vivieron aquel Santiago, recordarán tiempos pasados al ver otros polícias golpear a otros jóvenes. Algunos de los que estudiábamos (y zascandileábamos) en aquellos días han fallecido (como doña Mercedes, que siempre me animaba, ya cuando volví a su pensión como trabajador periodista, a que escribiera todas aquellas aventuras de estudiantes) pero todo es un deja vú: las dignas autoridades del 67-68, desde el rector (magnífico) hasta el alcalde, pasando por el gobernador civil clamaban contra el estudiantado levantisco y rojo. Al ver las reacciones de los dignos dirigentes políticos de ahora, me pareció dar un salto atrás espacio-temporal. Se invoca la ley que hay que cumplir, se demoniza a los ocupantes por poseer un folleto en el que se dice como hay que actuar en caso de ser detenido, como si eso fuera ilegal o pecaminoso (lo que allí cuentan es la táctica utilizada por políticos corruptos, no declarar, buscar un abogado de confianza y negarlo todo) Y todo vuelve a repetirse; sólo hay que cambiar al dictador del Valle Caído por la democracia más llena de bobos que nunca pudimos imaginar. En aquella Algalia del 67-68 no se dormía: se conspiraba contra el universo. En la cocina de Doña Mercedes vimos una noche “El acorazado Potemkin” en super-8; echábamos serenadas nocturnas a cambio de un trago de cualquier cosa; llenamos la plaza de Cervantes de octavillas ilegales escritas a mano contra el referéndum del 66 de la Ley Orgánica del Estado (que los españoles votaron porque era el “Sí a la paz”) y pasaron otras muchas cosas: unas, gamberras, otras más conflictivas (un poco más abajo, en el Preguntoiro participé una vez en una quema de periódicos, en protesta contra el rotativo en el que unos años más tarde sería redactor, cosas de la vida). Han pasado cincuenta años más o menos y parece que nada ha cambiado en el fondo. De la forma hay gustos para todos: los policías pasaron del gris ratón al azul-hombre-de-Harrelson, las barbas pasaron de la barba Ché a la barba Curros Enríquez, los rojos que vestían de pana y trenka se convirtieron a la fe del Santo Cargo Público, creen que existen en las redes sociales, pero son difíciles de ver en la vida real… Y los políticos no acaban de entender en qué consiste la democracia (ver el barrío sésamo del Congreso de los Diputados y lo entenderán: en el debate sobre los presupuestos del Estado se rompen las sillas, el presidente del Gobierno no sabe que botón tiene que apretar –es de letras, a él, la técnica no le va–, y la presidenta advierte que aquello no es un circo y aclara: “con perdón del circo”).
Ahora que va a venir el verano (falta poco para el cuarenta de mayo) hay que hacer ajustes; los equipos de fútbol cambian a sus entrenadores, el Gobierno cambia fiscales. Los padres de la patria se dan prisa por aprobar las cuentas para gastos del año, como una rutina; la cosa consiste en buscar aliados y prometer obras públicas, creación de empleo y ninguna cultura. Reajustes que vienen en el folleto de cómo-actuar-cuando-hay-presupuestos, que se reparten entre los ocupas del Congreso (los del Senado son hologramas). Sólo les queda un tema para poderse ir de veraneo: los catalanes tercos. Si el Gobierno hiciera política comparativa, vería que ese ajuste es el mismo que afecta a otros países por las mismas separaciones. Siempre acaban haciendo el referéndum, y los catalanes lo harán algún día, solo hay que cambiar las leyes que hagan falta. Si se fijaran un poco, verían, además que esos referendos siempre lo pierden los independentistas.
Hace tiempo me dijeron que en las casa de la Algalia querían hacer un hotel; eso estaría bien en una ciudad que es parque temático. Si lo hicieran iría a dormir a mi cuarto de antes, y se me aparecerían los fantasmas del curso 67-68 para echar unas risas.

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