viernes, 16 de junio de 2017

Érase un vez la democracia

J.A.Xesteira
Esta semana hubo una moción de censura contra el Gobierno, promovida por el partido Podemos. Ya, ya sé que lo saben, pero lo digo porque, consultado el aparato de medir la tensión democrática (se pone en el brazo del pueblo llano y soberano –eso es una frase, no teman–, se infla una pera y depués se miden los latidos de máxima y mínima) nos da que somos un pueblo hipodemocrático, aunque todos presumamos de demócratas de toda la vida. La gente –eso que rellena el concepto de pueblo, también conocido como ciudadanía– sabe que hubo una moción de censura, pero nadie se ha parado a ver el espectáculo entero. Y es comprensible, cada uno ya viene sabido de casa, y según nuestra intenciones políticas (iba a decir ideas, pero no, son un bien escaso las ideas) ya sabemos quien nos gustó y quien no, incluso antes de que hablaran en el Parlamento. Tengo que confesar que entre mis aficiones no está la de tragarme entero un debate parlamentario, de la misma manera que no aguanto un partido de fútbol o la final de Roland Garrós, es un defecto de nacimiento. Son espectáculos que me interesan en su resumen final: ganó el Madrid a la Juve o Nadal a Wawrinka. Y ya está. Con el debate de esta semana, me entero del resumen, y como aquí no gana nadie, pues me vale con lo que pasa.
En esa ceremonia parlamentaria, regida por un guión previsto, ya se sabía de antemano que Podemos no podría echar a Rajoy de la Moncloa por ese sistema; pero estaba en su derecho proponerlo por las razones que sean. Se podría escribir el guión de lo que iba a pasar y casi de lo que se iba a decir. Unos, los de Podemos, aprovecharían para decir todo lo que suelen hablar fuera del Parlamento, y otros, los del partido en el poder, se dedicarían a minusvalorar o despreciar (a veces por vía de portavoz chabacano) la actitud de censura de Podemos; ambos están en su derecho y en su papel. El resto intervendrían como invitados, unos, amigos del novio y otros, del otro novio –es un (anti) matrimonio del mismo sexo–. Ciudadanos se apuntaría el tanto de no ser de los acusados y poder desmarcarse para disparar a derecha e izquierda, y el PSOE acudió como el Comendador de Don Juan. Nada imprevisto. Los discursos se movieron entre el tópico y la menguada oratoria habitual: nuestros políticos son de bajo nivel oratorio, desarrollan sus argumentos dentro de esquemas previsibles, utilizan frases que parecen titulares de prensa (frases tópicas mal escritas) y cuando se salen del esquema, caen en el vacío, rebuscan palabras inusuales que se nota que las acaban de poner en el papel. La excepción sería el mismo presidente Rajoy (a quien el Señor no le concedió el don de la oratoria), del que estamos esperando esas frases para la antología Rajoyniana que alguien debe estar coleccionando para la feria del libro de dentro de unos años. Las intervenciones de Rajoy son dignas de estudio; parece como si en el normal fluir de su discurso, de repente el cerebro se le volviera de corcho y, en ese instante, apareciera una de esas frases en las que se lía inexorablemente. No es sólo que el nivel de los discursos parlamentarios sea bajo (pensemos que estamos hablando de los políticos que parlamentan con el dedo de escribir tuiters en el teléfono) sino que, conociendo el estilo de los finalistas, todo se reduce a un peloteo sin subir a la red, esperando que el rival falle.
Pero si el juego parlamentario era el previsto, el peligro de la rutina puede llevarnos a terrenos más pantanosos. El sistema político nacido después de la Transición ha degenerado en esto. Cuando se celebraron en este país elecciones democráticas todos esperábamos ilusionados que aquello fuera lo que colmara nuestros deseos. En aquellas elecciones me tocó ser presidente de un colegio y recuerdo el buen rollo de todos los partidos en aquella fiesta (por vez primera, un policía se presentó en la mesa electoral que yo presidía y se puso ¡a mis órdenes! para vigilar el buen desarrollo del acontecimiento: el mundo cambiaba) Pero pasaron los años y lo que pensábamos que iba a ser la democracia, se ha convertido en “esto”. ¿En qué?  No se sabe a ciencia cierta. Por una parte los partidos que son oposición al gobernante ejercen un derecho parlamentario y se apoyan en una realidad: el partido del Gobierno está perforado por docenas de corrupciones que abren vías de agua en el casco y pueden hacerlo naufragar. Por otra parte, el PP hace como que no se entera de los delitos que se amparan bajo el paraguas político que sostiene, y le echa la culpa a tipos que pasaban casualmente por ahí. La democracia ilusionante que percibíamos hace años se ha convertido en una rutina gaseosa, en la que flotan conceptos falsos que nadie se molesta en rebatir ni, en el caso de rebatirlos, modificaría en nada la rutina política.
Hay un proceso independentista en marcha; partidos (de derechas, no olvidemos) catalanes plantean una cuestión de independencia. El Gobierno sabe (o debiera saber) que estos procesos, a largo plazo, acaban en una consulta popular. No vale decir (como dijo la vicepresidenta Sáez de Santamaría) que ese proceso es contrario a la democracia; no es cierto, y lo saben, y saben que, a la larga, se hará un referéndum. Basta ver el mundo alrededor para ver que eso será así y será democrático. Todos los partidos políticos que componen el panorama democrático (un panorama crepuscular) se sienten cómodos en un estado en el que la palabra democracia no es más que un comodín a uso de cualquiera, un estado de cosas con reglas no escritas que consisten en votar cada cierto tiempo, como un  concurso televisivo para ver quien gana. Pero lo peor es que toda la ciudadanía asume que eso es la democracia. Todos parecen sentirse bien en ese estado y se limitan a no hacer olas, porque, según el viejo chiste, la mierda flota al nivel de nuestras bocas.

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