sábado, 6 de febrero de 2016

Pero, ¿quién manda aquí?

J.A.Xesteira
La relatividad de las palabras y su significado están en función del propietario de las palabras, como bien decía Humpty Dumpty, el hombre-huevo de la historia de Alicia en el País de las Maravillas (el que posee el poder tiene poder sobre el significado de las palabras). Los griegos inventaron la palabra “democracia” y los americanos de los Estados Unidos la reescribieron. Y a partir de ahí cada país tiene la democracia que quieren los que mandan y son ellos los que escriben las reglas del juego. Hasta ahora, y a imitación de la democracia norteamericana, que es la original, no nos olvidemos, las reglas del juego eran claras: se presentan los partidos a las elecciones, se vota y sale un ganador, que manda durante cuatro años. Eso es la teoría, la práctica es otra cosa en la que no vale esa tontería de un ciudadano-un-voto, ni siquiera en los EEUU de América (ahí los ciudadanos eligen a unos que escogerán por ellos quien mandará en la Casa Blanca, siempre que no haya trampas, mafias o compra de votos). Las cosas funcionan así cuando hay dos partidos para poner de repuesto, pero cuando no hay definición y se presentan torpederos del bipartidismo, sucede lo que está sucediendo: no hay manera de llegar a un acuerdo para que mande alguien. El espectáculo político refleja claramente la condición zarzuelera (género lírico, no palacio real) del país. El que gana no tiene ganas de formar gobierno, y el segundo acaba de tirarse a una piscina en la que no sabe si hay flotadores con cabeza de pato o pirañas. Mientras, los líderes gastan mensajes y sonrisas difíciles de creer, se preocupan más por salvar su culo que por organizarse. Se cruzan teorías de pactos y suma de escaños. Mientras el PP, por mandato mariano, sugiere a la manera de Unamuno el “¡que inventen ellos!”, el PSOE salta al ruedo en plan espontáneo y cita al toro de lejos. Pero dentro de sus partidos la cosa se intuye diferente; los populares se deshacen como el señor Valdemar del cuento de Poe, ante el poder de la Justicia y la Hacienda (una de las dos instancias ha de helarte el corazón) que señalan con la marca del imputado–investigado a una larga fila de próceres que hasta ayer mismo eran saludados por sus líderes y hoy son negados tres veces y arrojados a las tinieblas del yo-a-este-no-lo-conozco. Y si los interiores populares están en comparecencia judicial, los interiores socialistas están a codazo limpio, en luchas internas por ser ganadores y colocados. Mientras, Podemos y Ciudadanos, que acaban de lucirse en la puesta de largo del baile de los vampiros, se dejan querer y todos suman votos para sacar rentabilidad.
Visto desde fuera, el espectador tiene la sensación de que aquí nadie manda, entre un rey que recibe a los líderes como un juego de hola-don-Pepito-hola-don-José y un Parlamento en compás de espera. Y, lo que es mejor (o peor, según gustos) es que empezamos a darnos cuenta de que la cosa sigue funcionando igual sin ellos, y que el gobierno, como el alcalde de aquella película, no es necesario, sólo contingente.
Nadie sabe quien  manda y a lo mejor pasa un mes sin que tengamos jefe de gobierno. Pero, mientras, hablan los que un día mandaron, esos cadáveres exquisitos que desentierran amenazas viejas con miedos de viejas. Felipe González recupera el concepto de leninismo para estigmatizar a los jóvenes que se dicen de izquierdas (no recuerda, se ve que por la edad, cuando él mismo decía ser de izquierdas, antes de renegar del marxismo y abrazar la fe verdadera, la de los consejos de administración) El otro cadáver político, Aznar, el que exigía que se fuera el señor González, curiosamente ahora coincide con su viejo enemigo y nos mete miedo con el chavismo, el comunismo y la financiación iraní, un cóctel viejuno que ya no asusta a nadie. Y siguen otros que fueron famosos y hoy son rascayús: Corcuera, el ministro que pasó a la historia por la ley de la patada a la puerta; Guerra, que ya no se atreve a sacar a relucir su gracia mordaz, y tantos otros en los que hay que incluir a los ministros moribundos, que amenazan con los rayos de Júpiter si sale un gobierno de izquierdas: Europa nos volverá la espalda, los bancos y las inversiones se retraerán, no combatiremos al terror musulmán, volveremos a políticas fracasadas, aumentará el paro (como si alguna vez hubiera bajado) y sólo les falta amenazarnos con el viejo castigo de la masturbación: nos saldrán pelos en las manos y quedaremos tísicos.
Realmente nunca llovió tanta estupidez por metro cuadrado de política como en estos últimos tiempos. Mientras la situación sigue de mal en peor, con el paro en precario y la afiliación a la Seguridad Social en picado, con los empleos cada vez más raquiticos de tiempo y salario, los dirigentes dan vueltas a la idea de montar un gobierno, porque unas segundas elecciones les aterra, es el miedo a lo desconocido, a lo nunca puesto en práctica. Europa no nos sirve de ejemplo, y el mundo sigue dando vueltas, mientras España ha dejado de ser país de referencia de los fugitivos africanos, aumentan las emigraciones de la juventud altamente cualificada, que recibe premios de investigación en otros países; el Gobierno Cubano, siempre amigo, nos ningunea y prefiere hacer negocios con Francia y Alemania; Irán, que tanto miedo le da a Aznar, es recibido con los brazos abiertos por Italia… Y nuestros políticos carecen de un discurso coherente. ¿Qué hicimos para merecer esto? Pues ser como ellos en el fondo, no nos engañemos, haber perdido hace años la dignidad de ciudadanos libres y dignos y convertirnos en palmeros consentidores (a veces cómplices) de la parte más prepotente y mercantilista de la política, la que oculta a los otros políticos, los que, de cualquier partido, tendencia y afiliación, todavía mantienen un punto de honradez y ganas de trabajar por el pueblo (aunque esto suene  demagógico).

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