sábado, 11 de abril de 2015

Dos mundos

       
J.A.Xesteira 
Al igual que miles de españoles aproveché los pasados días de la fiesta equinoccial de la primavera (conocida también como Semana Santa) para darme una vuelta por Portugal, un país que tiene la ventaja de tener el café cortado (“pingado”) de calidad óptima a sesenta céntimos. Portugal y España son dos países ajenos entre sí, a pesar de que parece que, como vecinos, nos conocemos, pero, con las notables excepciones de la Galicia sureña, los “espanhois” todavía se siguen asombrando de que al jamón le llamen presunto. Podría enumerar ventajas para vacacionar en el país vecino (precios, atención hostelera, clima, gastronomía, vinos, actos culturales, y los etcéteras habituales) pero todas las comparaciones son ociosas. Además, no venía para hablar de mis vacaciones y de los turistas ingleses que hacen cola para entrar en la librería de Porto “Lello e irmão”, desde que alguien dijo que era la inspiración para Harry Potter, ni de los españoles haciéndose la foto delante del café Majestic, con sus resignados camareros habituados a salir en miles de retratos. El caso que me trae fue el hecho singular de las muertes de Manoel de Oliveira y de Silva Lopes. Ambos ocuparon espacios en las televisiones y prensa de Portugal (también en España, pero simplemente como gacetilla curiosa).
Manoel de Oliveira era director de cine, murió con 106 años, lo que en sí le vale para ser citado como noticia, pero lo más pasmoso es que su último rodaje lo estrenó en Venecia el año pasado. A pesar de ser multipremiado en festivales internacionales, su cine, difícil, es desconocido en España (vivió de niño en A Guarda, al lado del Miño, a donde se fueron sus padres exiliados) y, lo que es peor, también es ignorado en su país salvo en élites culturales. Oliveira, al que admiraba Clint Eastwood, pese a no haber visto ninguna de sus pelícuas (no se estrenaban en Estados Unidos país que solo sabe ver su cine) solía rodar sus filmes con los mejores actores de culto internacionales; Michel Piccoli o Catherine Deneuve estaban encantados de ser reclamados por el cineasta. Marcello Mastroiani, dijo al ser preguntado por qué una figura como él rodaba con Oliveira: “Es una especie de monumento, tal vez ustedes, portugueses, no lo sepan, pero este hombre es conocido a nivel internacional; hace un cine muy especial y fue por eso que me interesó”. Su muerte fue la clásica conmoción mediática, un luto (oficial e hipotético) de dos días y al final todo sigue igual. Según pude ver en la televisión, me encontraba cerca de su casa y del lugar del entierro, en la Foz de Porto. Al sepelio acudieron el presidente Cavaco Silva y el primer ministro Passos Coelho, además de figuras como el actor John Malkovitch, otro de sus admiradores actores.
Silva Lopes, que fue la necrológica que siguió en los informativos, era más jóven (tenía 82 años), era economista y fue ministro de finanzas de Portugal en varias ocasiones. Conocido como uno de los más influyentes  economista de su país, también era famoso por su pesimismo (o realismo) y porque nunca, ni siquiera de ministro, anunciaba que las cosas iban bien, y siempre que había que mejorarlas. Después del 25 de abril fue llamado para formar parte de los primeros cuatro gobiernos y ministro de finanzas. Fue gobernador del Banco de Portugal y, entre otras cosas, fue uno de los responsables de la nacionalización de la banca (tras la revolución) y dio a los portugueses la paga de Navidad. Era la muestra evidente de que no todos los ministros de finanzas o de economía son como pensamos que son o como los vemos cada día en las televisiones. Hay gente legal en todas partes.
Veía estas dos noticias en la televisión. Dos personas importantes, una de la cultura, otra de la política y la economía. Ambas con obra suficiente para hacer que el mundo sea un poco menos cutre y ramplón, un poco más digno y elevado. Pero, al instante, una vez acabados los panegíricos, todo volvía a su lugar. Aparecían en pantalla los auténticos protagonistas, una tropa de personajes anodinos, barrigones, festejando algo en medio de una algarabía que llamaban fiesta; una pandilla de personajes disfrazados de cocineros a los que llaman chef, intentando imitar a otros imitadores de cocineros a los que llaman chef; un grupo de señoras y señores sentados, gesticulando y mostrándose en toda su ignorancia…, y así todo el repertorio de seres humanos que componen lo que llamamos “la realidad” y que nadie trata de cambiar. La vida hace tiempo que dejó de imitar al arte para nuestro mal. Lo que impera en la sociedad no es lo excepcional ni el deseo de imitarlo, sino lo vulgar, lo inculto, lo chato y maleducado, y parece que a nadie le importa o, lo que es peor, a alguien le interesa que las cosas sean así: una cabeza que no piensa es una cabeza fácil de amaestrar.
Es asombroso como ese contraste entre las muertes de dos personas ilustres y la tropa de rubias y barrigones que son lo real en un mundo real, es un calco en todos los países. Lo que pasaba por la televisión portuguesa podía trasplantarse a la TVG o a Canal Sur o a…; las barrigas son la misma, solo cambia la cerveza, de Super Bock a Estrella de Galicia o a Cruzcampo. La misma incultura, la misma ignoracia, el mismo pailanismo orgulloso y potenciado por los detentadores (y digo bien detentadores en este caso –ver diccionario de la RAE–) de la cultura. Parece que la estrategia, sea o no intencionada, es mantener en estado “apampanado” al personal, y convencerlos de que ese estado es lo auténtico, lo nuestro, lo tradicional, lo de toda la vida, y que somos los mejores. Todo, menos dar opciones a que piensen por sí mismos, a que reclamen lo que se les roba a diario, ya sea su dinero, su cultura o su libertad. Manoel de Oliveira, al que desconocemos, tuvo tiempo en siglo y pico de vida a dejar alguna frase; elijo esta: “A liberdade não é um direito, é um deber”.

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