sábado, 18 de abril de 2015

De lo local y lo universal


J.A.Xesteira
A veces lo que son simples coincidencias nos parecen como señales de que las cosas están relacionadas entre sí y se llaman unas a otras. La pasada semana estaba sacándole el polvo a los libros y reorganizando las estanterías (es algo que nunca se podrá disfrutar con los libros electrónicos o como se les llame) y me di cuenta de que la edición de “El tambor de hojalata”, en libro amigo y barato de hace 35 años, era para la vista de águila que tenía hace esos 35 años, y que ahora, con el papel amarillento del paso de los años y la letra pitiñosa, ya no se puede leer; me pasó lo mismo hace poco tiempo con “Rayuela”, de Cortázar. Estaba en eso cuando se murió el autor del libro, Günter Grass, un hombre de aspecto triste que siempre pareció apenarse por su pasado y el de su país. Una coincidencia. En mis labores de revolver el pasado en forma de papeles, encontré una entrevista a Eduardo Galeano que le había hecho en Vigo; nadie conocía a aquel escritor suramericano que venía traído por el que después fuera alcalde de Soutomaior, Pereira, amigo suyo de los tiempos de la emigración uruguaya. Como los marrones de entrevistas no deseadas me caían a mí, me puse a hablar con aquel hombre desconocido y el resultado –que no se traduce en la pequeña entrevista– fue que conocí a una persona de conversación fascinante, con un torrente de argumentos y un lenguaje distinto en la España de la Transición. Más tarde compré sus “Venas abiertas de América Latina” en Cuba, y hace unos días me divertí con su libro sobre el fútbol (si los periodistas de fútbol escribieran como Galeano, el fútbol sería otra cosa). Y la segunda coincidencia; se muere Galeano. Aunque mi necrofilia de panegíricos es escasa, debo reconocer que cuando desaparecen personas importantes, la sociedad y la cultura se resienten. Los dos escritores eran, comparando sus obras, opuestos: uno, el alemán de Dantzing, un hombre de aspecto pesimista, encerrado en una culpa nacional por un pasado que nunca debió existir; era el escritor local, de sus personajes vecinales, del pasado de su infancia dura. El otro era continental, su prosa y su ensayo abarcaban toda América y su mirada, muchas veces airada y muchas veces divertida, se enfocaba hacia el futuro.
Pasado y futuro. Local y universal. En cierto modo esa es la alternancia, esa es la oferta social del momento. Esa es la alternativa en política, en la cultura, en la sociedad en general y en cada ciudadano en particular. Ahora, a algo más de un mes para unas elecciones municipales –lo local– asistimos a un frenesí de remolinos políticos en los que todos los partidos, grupos y aficiones andan metidos, disparando metralla de unos contra otros y todos contra todos, incluidos los de dentro de cada casa, en una guerra total –lo universal– que va dejando muertos, heridos de diversa consideración, traidores que se pasan al enemigo con armas y bagajes, y guerra sucia, en la que hay víctimas por fuego amigo, armas de destrucción personalizada, bombardeo con drones fantasma y, por supuesto, las eternas víctimas colaterales, que somos todos los que contemplamos esta guerra política que se libra en las páginas de los periódicos, en las televisiones (ahí parece un juego de ordenador) y se radia desde las emisoras donde el lenguaje agresivo dejaría a Queipo de Llano a la altura de la ratita presumida. Usted, como cualquiera, pensará que hay demasiado barullo universal para una cosa tan local como es elegir a un alcalde y unos cuantos concejales; y podrá pensar en que no hay necesidad de sacar los grandes ideales de los partidos, los grandes resultados económicos (que nadie se cree) y las fantásticas promesas de futuro (que ya no convencen ni a los tontos útiles que podríamos ser casi todos). Total, para elegir a nuestro alcalde y sus concejales no hace falta tanto. Lo bueno de las elecciones municipales es que nos conocemos todos, y por mucho que nos quieran vender los grandes ideales democráticos y consolidados por unas siglas, sabemos que lo que importa es de dimensiones vecinales, es un partido que veremos en directo y no a través de los Medios; es una etapa que viviremos en el barrio y no en Madrid.
Porque esa es otra “universalidad”: la importancia de Madrid en este despropósito. Cuando todavía no sabemos quienes se presentan en las elecciones (al menos no conocemos a todos los de las listas) nos enseñan la gran batalla de Madrid como si a los periféricos nos importara si van a gobernar las rubias prepotentes del PP o el circunspecto profesor de universidad del PSOE (con los añadidos del resto de incógnitos). El efecto de mostrarnos la universalidad de Madrid hace que nos distrigamos de la localidad de nuestras elecciones vecinales. Pero la universalidad va más allá. Llega hasta Venezuela con el alarde pactado en Congreso por PP y PSOE de oponerse al presidente venezolano porque metió en la cárcel a unos opositores. Puestos a ello podrían seguir condenando países. Pero la obsesión es Venezuela, con esa extraña (o no tanto) pareja que formaron Aznar y Felipe González (gran amigo –o algo más– de aquel presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez, de infausta memoria). Y todos se disparan corruptos en ráfagas, mientras ofrecen maravillas universales como Sánchez que anuncia el retorno al laicismo (cuando su partido pasó por los gobiernos bajo el mismo palio vaticano de siempre). La guerra sucede en las galaxias, con UPyD viendo como sus miembros se pasan al lado oscuro de Ciudadanos, que acabará por confluir con el PP más allá de las estrellas. Pablo Iglesias le regala a Felipe VI (un buen nombre para un coñac) el juego de tronos, quizás para que vea que cualquier enano puede llegar a la quinta temporada, mientras los altos guerreros pueden caer cualquier día. Y mientras, Rajoy, como los tiburones cuando hay már de fondo, se queda quieto. Y todo esto para elegir el alcalde del pueblo. O a lo mejor es que se prevén nuevos tiempos.

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