domingo, 15 de marzo de 2015

¿Qué me pasa, doctor?

Diario de Pontevedra. JA Xesteira.
-VERÁ, DOCTOR, no sé como explicarlo, pero de un tiempo acá todo lo que sucede en el mundo, pero especialmente en mí país y en mi entorno me parece increíble, me encuentro como un tonto ante todo lo que está pasando; a veces me parece que soy un ingenuo, un pardillo, un pringado a pesar de mis títulos, máster y doctorados en varias cosas inútiles que no me han dado ni siquiera un empleo estable. ¿Le importa si fumo? Gracias. ¿Puedo poner los pies encima del sofá?, tumbado parece que pienso mejor. Gracias. ¿Cómo empezar…? Verá, fue el otro día cuando se me planteó un misterio al ir a echar gasolina. Era una de esas estaciones que no tiene personal, que tiene que pagar primero y después echar usted mismo la gasolina; en ese momento entró un camión cisterna que supongo que vendría a rellenar los depósitos; en la trasera ponía algo así como líquido inflamable, muy peligroso. Y empecé a pensar que, efectivamente, la gasolina es un líquido altamente inflamable, muy peligroso, que arde incluso en el aire por la emanación de gases, que lo transportan en camiones especiales, con conductores y manipuladores autorizados a manipular y transportarlo. Pero al meterlo en los surtidores ya deja de ser peligroso y puede manipularlo cualquiera; de hecho tiene que manipularlo cualquiera que quiera andar con el coche, incluido mi cuñado, que fuma hasta debajo del agua y seguro que echa la gasolina sin quitar el pitillo de la boca. Ahí empecé a pensar que no sólo nos toman el pelo, sino que nos ponen a trabajar para las empresas gasolineras, con el ahorro en personal que supone que el cliente se sirva él mismo un producto, que era peligroso en los camiones y que deja de ser peligroso en la manguera del surtidor, y que lo cobran al mismo precio que si tuvieran personal competente para echar la gasolina. Eso creó la primera confusión en mi mente…. Ese misterio legal que convierte a los clientes en dependientes, como si usted fuera a un café y tuviera que hacérselo y servírselo en la mesa… Empecé a pensar que me toman por tonto…

Yo siempre fui un poco ingenuo y de buena fe; cuando era joven, feliz e indocumentado, como decía aquel, o, como decía un amigo mío, “cuando éramos justos y temerosos de Dios”, me creía muchas cosas, más de las habituales, llevado por mi idealismo (cosa de juventud) y mi tendencia a la ingenuidad. El correr del tiempo y las bofetadas de la vida me llevaron, como a todos, a un terreno donde se pisa mejor el escepticismo y se bordea la frontera del cinismo para poder ver la vida con la experiencia que dan los años… Perdone, me he puesto un poco literario… Pero ahora, cada vez que veo la televisión o leo un periódico (no, la radio no la escucho, hablan mucho para poca sustancia) me encuentro con los tercos hechos de la realidad que me pasman como si fuera el más novato del censo electoral. Acabo de enterarme que los aeropuertos se quitan los aviones unos a otros gracias a que reciben subvenciones públicas, y todos rivalizan para llevarse los vuelos de Oporto a Coruña, de Vigo a Santiago, y todo con dinero público para mayor beneficio de empresas privadas, y que la gran empresa pública de los Aviones, Aena, se hace privada en medio de un tremendo olor a chanchullo y pelotazo de especulación en bolsa. Y como no pasa nada, me sorprendo de ser el único que se queda con cara de tonto. Y aparece un alto mandón de empresarios que propone que las autovías españoles sean de peaje, es decir, todas las carreteras decentes, construidas con dinero público para beneficio de las constructoras, sean de pago, una vez que ya pagamos en su día con nuestro dinero estatal. Ponen como ejemplos al resto de Europa, incluido Portugal, que será el ejemplo a seguir con sus arcos de cobro instantáneo y donde las carreteras pequeñas ya no existen.

Y sigo leyendo y me entero con efecto retroactivo, porque vivimos en un país que todo sucede en el pasado, y las noticias de ahora mismo las conoceremos de verdad dentro de cinco o veinte años, para que no pase nada, me entero, le decía, que los que ahora claman por salvar a la marca España de los enemigos internos, que se gastaban alegremente dinero público en grandes cantidades sólo para su autobombo, y que los mismos sindicatos, en otro tiempo abanderados de los derechos de los trabajadores, se pagaban las pancartas con tarjetas “black” de consejeros de banca. Y salen los ministros al estrado y exponen su desprecio ante lo que pase delante de sus narices, al tiempo que rebotan las preguntas afirmando que la oposición quiere manchar el buen nombre de tal o cual estamento. Pero no aclaran nada, ni sus negocios particulares ni la transparencia que se debe exigir a cualquier cargo del Gobierno, desde el que maneja los dineros públicos hasta el que maneja el armamento público; todo es un maldito embrollo con olor a mentira. Y sobre los dineros, nadie da cuenta de nada; los bancos, fieles a la norma de delinquir como fundamento para existir, hacen grandes negocios con los beneficios de los males del mundo: mafiosos, narcos y demás, y los bancos son denunciados pero nadie va a la cárcel. La cola de parados no se mueve, y las cifras de optimismo que se exhiben cada mes, no son más que el resultado de la emigración (ahora hasta se hacen películas de “Vente a Alemania, Pepe”, pero en moderno), las defunciones, y el invento de llamarle “empleo” a “eso” (aquí, si me disculpa, dejaré que usted entienda lo que quiero decir, a mí me resultaría complicado, dada mi situación de pasmado). Por eso quiero que me diga, ¿qué me pasa, doctor?

-Nada raro. Su única ingenuidad era creer que el capitalismo era otra cosa. Y no. Es esto y tiene que aguantarse. Ah, y le aclaro; yo no soy el médico, aunque tengo una licenciatura en Psicología y un máster en sociología laboral. Solo soy el tipo de la limpieza
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