domingo, 1 de marzo de 2015

Espectáculos y premios

         
Diario de Pontevedra .J.A.Xesteira. 
DESDE HACE años hay dos acontecimientos televisivos que nunca veo: la ceremonia de los óscar y el debate del estado de la nación; son dos espectáculos (porque necesitan espectadores, que voten o que vayan al cine y según la tercera acepción de la Real Academia, espectáculos: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles) que precisan de la televisión para existir, pero cuya proyección tiene resultados más o menos inmediatos en el futuro. Hace años, cuando era crítico de cine, me pasaba la noche en vela contemplando el espectáculo de la entrega de los óscar, hasta que me di cuenta de que era aburridísimo, los chistes sólo hacían reir a los americanos y los números musicales olían a tetilla con barolo; además, nunca coincidía con el gusto de los votantes de la Academia americana. Con el debate de la nación -un espectáculo más reciente que los óscar- me aburrí antes; creo que fue en el primero, del que sólo resistí el directo de la primera sesión -ni siquiera recuerdo quien era el presidente-presentador-. Y el caso es que, como buen profesional que era o que aspiraba a ser, mi intención de ver la noticia en directo hacía que me esforzara un poco por atender a aquella puesta en escena, aquellos diálogos que esperaba (en vano) que fueran ingeniosos, aquellos discursos de agradecimiento por la estatuilla o de debate y aclaración de la realidad del país, trataba de no dormirme con ese monótono fungar de los protagonistas, de esmóking o corbata, que entraban triunfantes por la alfombra roja o por la puerta del congreso. Inútilmente. Todo es previsible, todo está escrito de antemano en un guión en el que sabemos no sólo quien es el asesino, sino que, además, nos importa poco.
Sale un presidente-presentador y comienza a trabajar el espectáculo para “atraer la atención y mover el ánimo infundiéndonos deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”, como dice la Real Academia. Pero no. El presidente anuncia buenos resultados, muestra datos estadísticos, promete una catarata de millones de puestos de trabajo, un futuro feliz, recuerda que curó el Ébola y que da una solución global a la Hepatitis C, al tiempo que también recuerda que evitó el rescate de Europa (no añade que lo hizo con el dinero público que se embolsaron los bancos y que no volveremos a ver). Su actuación estuvo llena de “vamos a…”, “somos el país que…” y “continuaremos trabajando”. Cosas difíciles de mantener, futuribles y que no se sostienen. En eso, su actuación tiene algo de oscar a la mejor película: ambos personajes, Birdman y el presidente creen volar en un mundo pero en realidad va en calzoncillos.
De repente (quizás estaba en el guión) la cosa se pone tensa y se llega al capítulo de la dureza verbal, una cosa ya estudiada en peleas de colegio; se llama patético al opositor principal y soberbia y falsa a la opositora más deslenguada. Inútil intento, si se insulta hay que insultar de verdad, mentar a la madre y citarse para la calle. Las respuestas de los contrarios estuvieron en el mismo plano; los contrainsultos son de florilegio. Alardes publicitarios, como el erotismo de las sombras de Grey, todo previsible, erotismo de revista, blando y de luxe, pero bien publicitado por gente que no vivió los sexuales años 60 o 70, cuando el erotismo de los padres de este cine era de verdad, y los insultos tenían más gracia. Las respuestas de los contrarios a la vida paralela del presidente fue un ejercicio de francotiradores, quizás para estar metidos en la temática, que disparaban por obediencia debida a su papel, contra el blanco estático, casi de palo, del presidente; tenían empañados los teleobjetivos, porque no le dieron ni un tiro. Todo se resume en calificar de increíbles los argumentos del Gobierno, cosa que no hacía falta que lo dijeran los francotiradores. Los espectadores ya sabíamos que la película candidata era como un Big Hero, una cosa de dibujos que tienes que aceptar como es, pero no creértelo, porque son cosas de mentira. Como algo de ciencia ficción, que puede ser un futuro “disneilandio” lleno de bob esponjas, figuritas de Lego o muñecos de plastilina, pero puede llegar a ser un futuro apocalíptico, con enormes muchedumbres de parados avanzando contra el castillo de Mordor. Rajoy era el francotirador instalado en su posición privilegiada, pero, ay, no tenía munición, los tiros eran cinematográficos y la sangre, tomatera.
No lamenté un año más no haber visto los Óscar ni el debate del Estado de la Nación (como no veré el festival de Eurovisión ni la final de la Champions, aunque si me echaré la siesta con la Vuelta y el Tour) Todo estaba programado dentro de la más absoluta rutina aburrida. La política se ha impregnado de ese estilo hollywoodiense de superhéroes, remakes de los remakes, secuelas de las precuelas y un constante girar sobre el mismo pivote, sin que la fuerza centrífuga sea capaz de romper la atadura y podamos cambiar de rumbo. No hay sorpresas, se sabe que los que ganan los óscar a la mejor interpretación tienen que hacer papeles de borrachos, drogadictos, marginales, pobres, desclasados, tarados o raros; esta vez ganaron una actriz que interpretaba a una mujer con alzehimer y un actor que interpretaba a un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica. La normalidad es aburrida y lo que quiere el público son sorpresas, cambios, algo más que una pelea de jefes de planta de grandes almacenes, con su traje y corbata sin desplancharse. Al final los medios de comunicación preguntaban a los tuiteros quien había ganado el debate; si hubieran visto más y mejor cine sabrían aquella frase que pronunciaba Gene Hackman en una película de detectives privados: “No gana nadie; unos pierden más que otros”. Si la nación está en este estado no merece más óscar que el de los efectos especiales electorales.

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