lunes, 16 de febrero de 2015

Comemos lo que somos

Diario de Pontevedra. 13/02/2015 - J.A. Xesteira
Nunca ha habido en la Historia de la Humanidad un periodo (que acaba de empezar) en el que se rindiera un culto tan manifiesto a la comida y su adoración por todo tipo de ciudadanos. En tiempos pretéritos la cosa funcionaba así: los ricos comían cosas ricas y los pobres sobrevivían con lo que había. Si analizamos los libros de cocina clásicos, desde el del gran Brillat Savarin, autor del primer tratado de gastronomía (y de la frase “dime lo que comes y te diré lo que eres”) hasta los libros sobre el arte culinario que se amontonan en las librerías (y que en gran parte sostienen a muchas editoriales), el momento actual parece una enorme explosión de buen gusto a la hora de sentarse a la mesa. Brillat Savarin, abogado, político defensor de la pena de muerte (para los demás, porque cuando lo persiguió la Revolución Francesa escapó a los nacientes Estados Unidos) escribió un libro magnífico, al margen de su valor cocinero, porque era rico y escribía para los ricos en tiempos en los que el pueblo de Francia pasaba habre, no tenía pan y María Antonieta decía que, entonces, comieran bizcochos (le costó la cabeza). Desde entonces, entre guerras, posguerras y largos periodos de carencias, hablar de gastronomía en la clase operaria parecería un chiste; desde los dibujos de Castelao en los que los niños pensaban que el rey comería azúcar hasta hoy las cosas cambiaron totalmente. Tanto que ya hemos alcanzado un grado de sofisticación popular en el que no es extraño ver a analfabetos funcionales hablar de añadas, retrogustos, deconstrucciones como si fuera cosa de dominio público; ciudadanos con empleo fijo (pero despedibles en cualquier momento) hablan con sus amigos de las excelencias de tal o cual restaurante y de tal o cual tratamiento que le dan a la caza, al pescado o a las carnes en su camino hasta la mesa. Está de moda saber de gastronomía y se ha conseguido algo inimaginable, democratizar el arte de comer y la fisiología del gusto hasta conseguir que todos conozcan a grandes cocineros y sus grandes platos, aunque sentarse en uno de sus restaurantes siga siendo prohibitivo y se acabe en la churrasquería de la parroquia. Nunca como ahora los cocineros han logrado tal estatus de figuras populares. Mi respeto por todos los cocineros (mi abuelo lo fue, antes de que se llamaran restauradores y, más tarde, chefs) no impide, sin embargo pedir una rebaja en la euforia general. No hay momento en que se encienda la televisión y no aparezca un sonriente profesional que explica la complicada elaboración de un plato o un informativo dé la noticia de las estrellas que se reparten por los restaurantes del país o un programa cultural haga un reportaje sobre la cocina del Chef Fulanito considerada como una de las bellas artes, con plaza en museo. Así hasta la saturación de concursos de cocineros, que van desde adultos haciendo reducciones de viandas hasta la retorcida competición de niños en la cocina (¿alguien se ha parado a pensar en lo que supone la tensión y la humillación traumática para los perdedores? con las leyes de protección del menor en la mano habría mucho de decir de esos concursos). El momento es exagerado, pero no es malo en sí mismo. Supongo que será mejor que la gente le dé por cocinar que por partirse la cabeza en defensa de su equipo de fútbol. Delante de una cocina y delante de una mesa no hay violencia, sólo ambiente agradable. Se ha conseguido que mis amigos puedan invitarme a cenar con platos elaborados –magníficamente, hay que reconocer– por ellos mismos. Al menos por ese lado hemos dado un paso interesante. A pesar de la paradoja de vivir en un país de parados y desahuciados que no llega a fin de mes, la gastronomía triunfa como un espacio pacífico de creación de cosas buenas y saludables. Podríamos decir así, con Savarín, que somos lo que comemos. Y con ello deberíamos estar todos agradablemente alimentados, sanos, con los colesteroles afinados y la “analítica” en su punto de cocción. 
Luego salimos a la calle y vemos que no es así. Nunca ha habido tanto gordo inflado a grasas como ahora mismo, nunca ha habido tanto desbarajuste alimenticio. Basta darse una vuelta por los supermercados y ver de reojo lo que echa la gente en los carritos. ¿A que se debe este desfase? Habrá sociólogos que lo estudien, pero se me ocurre que un exceso de información mal dirigida provoca lo mismo la saturación de chefs que de asesores de dieta. 
En este punto hago un inciso para introducir un diálogo pescado al vuelo en una terraza; una mujer joven trataba de convencer a un hombre menos joven de que la leche era perniciosa, que se lo había dicho un médico (si, hay médicos que dicen unas cosas y otros que dicen las contrarias). Decía la mujer: “Fíjate, el hombre es el único animal que después de la lactancia materna sigue tomando leche toda su vida”. Contesta el hombre con cierto cachondeo: “Bueno, mujer, también es el único animal que come patatas fritas, fabada, ensaladilla rusa y bebe gin tónics. ¿O que quieres, que comamos como los animales de la Dos?”. 
Debe ser un síntoma, pero, a pesar de las excelencias cocinadas en la televisión, un amplio sector de la sociedad se inclina más por los anuncios que dicen maravillas de la leche sin lactosa, alimentos emplastificados sin gluten ni grasas, bebidas de soja (le llaman leche, pero no es más que un líquido extraído de ese hierbajo que está deforestando medio Amazonas), yogures sin grasas pero con bífidus activos, y cosas parecidas. El resultado es una empanada de ideas mal digeridas. 
Y entre los dos bloques, el de la gastronomía artística y la empanada dietética está ese otro sector que acude cada San Blas a regalarse con un cocido mortífero, regado por un vino espeso (mi otro abuelo decía que “eso” no era vino, que era un estofado) No somos lo que comemos, comemos como somos, con nuestros defectos y nuestras virtudes. Cada cual en su plato y a su manera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario