domingo, 4 de enero de 2015

Navidades víricas

Diario de Pontevedra. 02/01/2015 - J.A. Xesteira
Todo comenzó poco antes de las vacaciones de Navidad. Un día, los niños de las escuelas, desde los parvulitos hacia arriba, comenzaron a llegar a casa con síntomas de gripe; ya saben, sin ganas de comer (los comilones), los ojos llorosos, cansancio, escalofríos y apatía. Lo que llaman en los anuncios de medicinas de la tele “estado carencial”, que no se sabe que es, pero que debe ser eso. Y, claro, inmediatamernte se puso en marcha el aparato sanitario familiar: primero, el termómetro (unas décimas), después, cuando las toses, a urgencias. Allí se encontraron con el resto del colegio, más o menos en la misma situación: Dalsi y apiretal para todos, en general, y si la cosa persiste, vuelva pasado mañana y le damos antibióticos. Más o menos como el año pasado. Pero cuando se entraba en la Navidad el abuelo comenzó a ver como caían a su alrededor nuevos enfermos: los padres del niño, el hermano pequeño, las dos abuelas… Y él mismo no se encontraba muy católico, pero mantenía el tipo. El abuelo se reunía con una tropa de jubilados, prejubilados y trabajadores a turnos, con los que cantaba viejas canciones “de las de antes”. Y eso fue el final. Todos los que entonaban habaneras tenían nietos o hijos a los que iban a buscar a las escuelas de donde habían venido con la gripe. Y se fueron pasando ese virus unos a otros; porque ahí ya era un virus. Además comprobó, y con ello quedó científicamente demostrado, que la vacuna servía para bien poco, caían los del grupo de riesgo, los vacunados, y los no vacunados; caían los que intentaban curarla con leche, miel y coñac (variante de ron o vodka es admisible) y los que se llenaban la tripa de pastillas efervescentes. La gripe de los niños iba pasando, lo cual aliviaba un poco a los abuelos, porque no hay nada más triste que un niño malito y empapado en sudor: los abuelos sufren mucho con eso. Pero aumentaba la morbilidad entre la clase jubilada. Las discusión se trasladó de la política y el fútbol a los seguidores de las vacunas y los contrarios a ellas: “Pois a min o ano pasado funcionoume ben”, “Pois eu agarreina igual, pero me dixeron que foi cousa da cepa do virus, que este ano é distinta” Manejaban conceptos aprendidos en la televisión sin saber que era eso de las cepas ni por qué un año la agarraban y otro, no. A estas alturas, el abuelo ya estaba en cama, con esas décimas de fiebre que lo dejaban para el arrastre. La cabeza era una bola de plomo y en los escasos ratos de lucidez, cuando tomaba el brebaje efervescente, pensaba que los demás, toda la población pensionista o en activo debería estar hecha el mismo trapo. El abuelo rechazó ir a urgencias (“¿Para qué? Aquello debe ser como Viruslandia; docenas de gentes apiñadas por los pasillos tosiendo y quejándose de lo que tienen que esperar; casi veo a los virus reírse y disfrutar del calorcito del hospital. Mejor me quedo en casa”) Y se quedó, y se tomó el paracetamol o el ibuprofeno, que son las palabras curativas que sustituyeron a aspirina y frenadol, que a su vez sustituyeron a optalidón, calmante vitaminado, okal y otros comprimidos que, según los tiempos, son la moda antigripal. Pasaba la Navidad y suponía que los hospitales estaban a rebosar de virus, pero los Medios no decían nada. Los Medios no hablaban de la gripe, porque estaban entretenidos con la muerte de un policía por un negro (o de un negro por un policía, no me acuerdo, pero ¿a quien le importa?) en una ciudad de Estados Unidos donde hay más armas que vacunas contra la gripe y además son más baratas. Los medios se preocupaban de las encuestas políticas y del discurso de Navidad del rey, pero de lo importante, lo más democrático del país, el virus, nadie decía nada. Al final ya pasada la Navidad y a punto de acabar el año, alguna televisión sacaba filmaciones hechas por los propios enfermos en las urgencias, aburridos de esperar, 
El abuelo, de vez en cuando, si quería ponerse de pie se le iba a la cabeza, una sensación que lo llevaba hacia el mundo juvenil de sus primera borracheras con brebajes de garrafón, cuando las pistas de las discotecas se levantaban y le golpeaban en la cabeza. Era una sensación nueva. La gripe no era como la de otros tiempos, Echaba de menos aquellas viejas gripes, controladas, reglamentadas, que daban un día para quedar tirado en cama, sudando la gota gorda, en completa oscuridad y silencio; y después de 24 o 48 horas, podía disfrutar de la posgripe, tumbado a cuerpo de rey, de baja, pero lúcido, leyendo, dormitando y disfrutando del dulce hacer nada. Estas víricas modernas deben estar inventadas en algún laboratorio de la CIA o de la KGB para joder al mundo. A lo mejor es un virus coreano. Pero cada año golpea con mayor fuerza y, como reacción, cada año se venden más vacunas, cuando no surge la alarma como aquella de hace seis años, la famosa gripe A, que obligó a gastar una millonada en vacunas que después se tiraron sin usar y que al final se descubrió que la alarma era exagerada, fomentada por las farmacéuticas (aunque los grandes dirigentes de la OMS y de la Unión Europea no llegaron a tomar medidas legales contra los delincuentes farmacéuticos). 
El abuelo, en su delirio de fiebre de las siete y pico (37,5 más escalofríos, todos los días) soñaba que los virus circulaban por mensajes, whatsapps y Twitter, y si abrías uno de esos sistemas, plaf, te quedabas contagiado. Era como una vieja leyenda rural que aseguraba que el escarabajo de la patata lo tiraba una avioneta pagada por Zeltia de Porriño para vender el famoso ZZ. Afortunadamente, y haciendo bueno el viejo adagio médico (“Una gripe, con médico, tarda siete días en pasar; sin médico, una semana”) al cabo del tiempo necesario, todo comenzó a ir a su sitio, con calma y recuperación lenta: ni los virus son los de antes, ni el abuelo, tampoco.

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