domingo, 20 de abril de 2014

¿Por qué no se callan?


Diario de Pon tevdra. 19/04/2014 - J.A. Xesteira
En la Historia los reyes son recordados por pocas cosas: sus grandes conquistas, sus crueldades, sus peculiaridades, sus bondades, pero, sobre todo, por sus frases. Da lo mismo que hubiera sido un buen o un mal rey; si dijo aquella frase, todos lo recordaremos por ella. Poco importa que Felipe II hubiera sido un rey emperador que construyó ese mazacote siniestro llamado El Escorial a la par que un imperio, todos lo recordaremos por haber mandado sus naves a luchar contra los elementos. Las frases de los reyes (y de los que no son reyes pero hacen frases) nos sirven para parafrasearlas y así sacamos de vez en cuando a pasear por nuestras discusiones amigables aquello de que Roma no paga a traidores o que no quitamos ni ponemos rey, o que cambiamos nuestro reino por un caballo o que marchamos todos por la senda constitucional, porque París bien vale una misa. Da lo mismo lo que haya hecho de bueno o malo el rey, porque eso no será más que unas líneas en un libro escolar que aprenderemos a prisa y lo olvidaremos con mucha más prisa. Lo que queda es la frase, y por eso, todo rey que se precie debería tener cuidado con lo que dice, porque eso es lo que va a quedar de él; da lo mismo que hable bien, mal o regular, que diga frases interesantes y pronuncie discursos brillantes, basta con que un día diga la frase que nunca debió decir (es decir, el día en que la cagó) para que sea esa la frase que pase a la historia (con minúscula, que es la buena, la otra, con mayúscula siempre la escriben plumas poco fiables y nada neutrales.) 
Los últimos reyes de España, los del siglo pasado y un poco más, no fueron muy dados a los grandes gestos y a las grandes frases; su educación era escasa y palaciega. Desde Isabel II (la Reina Castiza del ruedo ibérico de Valle Inclán, que decía frases como «Estoy de Cánovas hasta las cachas») no hubo grandes gestos reales dignos de mención; los Alfonsos eran unos vividores juerguistas y rijosos. El único gesto importante y trascendente fue el de marchar al exilio el Alfonso número trece. Su nieto Juan Carlos sí vivió momentos de mayor trascendencia, fue contratado por un dictador, consiguió convalidar el título en la democracia y salió una noche de febrero para dar el mensaje de que la dictadura no estaba ni se le esperaba. Hubiera podido pasar a la Historia como El Campechano, si al final no la hubiera metido. El espíritu borbónico que se transmite como la supuesta hemofilia, le juega la mala pasada de andar cazando elefantes con rubia y mira telescópica; después tiene que pedir perdón en público, que es algo que un rey nunca debe hacer. Pero lo peor es que Juan Carlos I de España será recordado por una frase pronunciada delante de cámaras de televisión, cuando le dijo al presidente de Venezuela: «¿Por qué no te callas?» Esa es la frase por la que va a pasar a la historia. Podía (debía) haberse callado él, porque aquello quedó como una insolente gachupinada colonial e imperialista. La frase acabó en las camisetas de todo el mundo, que es donde se escribe la historia actualmente. Desde aquella frase, muy celebrada por la chulería española de taberna, el rey no levantó cabeza. Ahora su función ha quedado reducida a la de un comercial de altos vuelos para mercaderes en los países árabes. Siempre tuvo buena mano y buenos negocios con los jeques, emires y califas, que seguramente verían en él al primo del norte, con el que se pueden hacer negocios. Ahora mismo acaba de pasearse por los Emiratos Árabes y Kuwait encabezando una gira del gran circo de los negocios con cuatro ministros y una colección surtida de empresarios que quieren venderle a los árabes barcos, aviones e infraestructuras grandiosas a las que son tan aficionados. En total unos 30.000 millones de dólares, que les vendrán muy bien a las empresas españolas (no tanto al resto de los españoles) En este chamarileo nadie tiene en cuenta de que los Emiratos y Kuwait (aquel país que fuimos a defender y de paso invadir Irak, en defensa de la libertad y la democracia) son países no democráticos, de regímenes feudales, con escaso respeto por los derechos humanos, en los que la mujer sigue siendo un ser inferior y los obreros inmigrantes, mano de obra esclava. Eso no parece importar al rey, a los ministros y a los empresarios. Ellos van a lo que van, el negocio es el negocio y no nos vamos a fijar en pequeñeces. El rey pronuncia un discurso ante los jeques árabes y les dice que España ya sale de la crisis y su economía ya atrae a inversión extranjera (textual), justo en el mismo instante en que la deuda española se dispara sin medida. A lo mejor les convence, pero no nos convence; su frase ya fue dicha en su momento y no es esa de ahora. No sabemos por qué no se calla, pero debe ser porque vivimos en un país en el que nadie se calla, todos hablan y dicen cosas que podrían haber callado. No sólo el Rey, sino los ex presidentes, los tres, que salen de vez en cuando para decir su frase que podrían habérsela callado para que todo fuera mejor. Ya no es su turno, son un pasado pesado. Pero los actuales políticos también siguen hablando, generando un enorme barullo; y los obispos, asegurando estupideces (el último el de Málaga: «El matrimonio homosexual es como el de una recién nacida de tres días y un hombre de 70 años». ¿Por qué no se callará en obispo?) Los españoles deberíamos callar más y actuar mejor. Como escribo esto un 14 de abril, saco a recuerdo una frase de Manuel Azaña, un político intelectual (actualmente sería una rareza): «Si cada español hablara solamente de lo que entiende, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio». O, también, como decía el padre del Conejito Tambor (ver Bambi): «Cuando no tengas nada bueno que decir, cállate».

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