domingo, 13 de abril de 2014

En el tren


Diario de Pontevedra. 12/04/2014 - J.A. Xesteira
Debería pedir permiso a mi amigo Gil por invadir su territorio ferroviario, en el que es un experto pero no puede uno resistirse a la tentación de hablar del viaje después de volver una vez más al viejo Shanghai (lo escribo así, a lo fino, aunque siempre se le llamó “El Changai”, nombre que le viene de aquella película de Von Stenberg de los años 30, en la que Marlene Dietrich era Shanghai Lili, la vampiresa que viajaba en un tren lleno de chinos con puñales). Tenía que hacer un viaje hacia el Este (de España, no a Moscú) y las alternativas para salir de Galicia son duras, seguramente porque vivimos lejos de todo y mal comunicados. La alternativa del coche me venía mal, porque era un viaje corto y no estoy para perder dos días de ida y vuelta; el avión es caro y latoso; así que, si hay que perder el tiempo, mejor hacerlo durmiendo: el tren. Gracias a los descuentos por tarjetas doradas y demás, la cosa estaba bien; un billete en lo que pomposamente llaman tren-hotel, en categoría de gran-clase (hay un billete más barato, de gran-confort, que no es más que el asiento echado para atrás), con departamento con baño y televisión. Nada más subir, una azafata me dice que no hay restaurante, que hay cafetería, pero que la cafetera está averiada. En el viaje de regreso, tres días después, la cafetera seguía averiada, de lo cual deduje que no hay cafetera y que la cafetería está para vender bebidas embotelladas con vaso de plástico y bocadillos de mentira en triángulos plastificados. 
Como el viaje es largo y cabe hacer de todo mientras no llega el sueño me viene a la memoria mi primer viaje en el Changai, hace miles de años, rumbo también al Este, en un celinesco viaje hacia la noche interminable. También aquel viejo tren renqueante y de máquina diésel paraba en las mismas estaciones y no tenía restaurante, sino aquel subterfugio conocido como mini-bar, en el que se apelotonaba el personal para beber y fumar en los tiempos en los que el tabaco no era pecado. Tenían café, eso, si. Inevitablemente vienen las comparaciones. El nuevo tren es más rápido, más silencioso, más limpio, más moderno, si tenemos que definirlo de forma indefinida. Pero, a cambio, es más frío, más estrecho, más individual y –un detalle que tiene más importancia de la que parece– las ventanillas están a la altura de los ojos del protagonista de Juego de Tronos, y para ver pasar el Miño hay que encorvarse en un pasillo mucho más estrecho que el viejo tren. Hace un año, que hice un viaje hacia el Centro en un tren similar, todavía existía el restaurante. Ahora, se me ocurría que regresamos a los viejos tiempos, a veces añorados, aunque sólo sea porque en los viejos tiempos éramos jóvenes; esa restricción del restaurante, seguramente recortado por el descenso de viajeros y la apretura del cinturón capitalista que, a diferencia de Dios, aprieta y ahoga, me hacía pensar, mientras bebía un zumo en un vagón cafetero ocupado por sólo cinco personas: un cliente –yo– y cuatro más del servicio del tren. La austeridad podría hacer que regresara la tortilla de patatas, el chorizo navajero, la botella de vino a morro (con el añadido de un licor café de casa) y aquel inolvidable viejo que siempre aparecía con un naipe para animar a una partidita para matar el tiempo. Puede que regrese, pero las reformas de los vagones modernos no dejan lugar para aquellas reuniones en departamentos de ocho personas; ahora, o viaja uno en la soledad del gran-clase o en los asientos gran-confort similares a la organización de los aviones. Así no hay manera. La modernidad es más higiénica pero menos sociable. 
Como las estaciones. La de mi pueblo es prácticamente la misma, con menos gente y menos trenes, pero igual que hace años. La de mi destino es un monumento obra de algún arquitecto maravilloso al que maldecirán los usuarios por diferentes motivos: hace un frío que pela, no hay vida, es un templo etrusco sin ruidos; a la entrada se pasa por la cinta del radar y los paneles informativos le llevan a uno, en silencio, hacia el andén, donde nadie se pasea, nadie despide, nadie forma parte del cuadro ni de la película de la estación como paisaje vital: es una estación mausoleo. El exterior del recinto que llaman intermodal es otro sinsentido; la persona que me viene a recoger no puede aparcar delante, porque todo está prohibido en quinientos metros a la redonda. 
Todas las diferencias, las mejoras y los recuerdos eran mi entretenimiento hasta que me fui a dormir. Antes se me ocurría la comparación –no original, por supuesto, todo lo aprendemos sobre la marcha y en los mismos libros– con la vida y su actualidad. En el salón-cafetería, los mozos y mozas que un rato antes me habían atendido amablemente y tomaron nota para despertarme con tiempo, hablaban de sus cosas: una hipoteca, lo que les habían recortado de los contratos, de los apuros para llegar a fin de mes, los consejos que se cruzaban para reclamar a la empresa esos veinte euros que les racaneaban por causas variadas, los seguros que se habían hecho para el coche y lo mal que estaba la cosa para la gente joven, con hijos, pisos y trabajos en la cuerda floja. El periódico que hojeaba mientras tomaba mi zumo informaba, por una parte que el jefe de los empresarios nacionales, el señor Rossell prometía 400.000 puestos de trabajo de aquí a dos años (¿les recuerda algo esa cifra?) y, un poco más adelante, otra noticia destacaba que las grandes empresas habían ganado 8.000 millones a cambio de poner en la calle a 120.000 trabajadores. Pura realidad. El tren viajaba hacia su destino en el Este, mientras en el Parlamento discutían sobre el referéndum que los del Este pretenden llevar a cabo. El tema del Este será como el tren: un largo viaje, lento, frío, en camarote estrecho y sin café para nadie.

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