domingo, 5 de mayo de 2013

País de pecados


Diario de Pontevedra. 03/05/2013 - J. A. Xesteira
Cuando éramos católicos y existían los pecados, tuvo una enorme fama un libro titulado «El español y los siete pecados capitales», cuyo autor, Fernando Díaz Plaja, diseccionaba con humor el carácter hispano, de acuerdo con esa clasificación de pecados redactada por la iglesia católica. Los siete pecados eran del mismo rango, capitales, y de igual culpa. Sin embargo, el pecado que siempre tenía en la cabeza la iglesia y sus homilías era el de la lujuria. Seguramente Freud tendría mucho que decir en esa actitud de condena feroz del pecado de la carne. Desde niños se nos advertía del peligro de muerte solo con los malos pensamientos, no digamos con la masturbación. El resto de los pecados parecían de segunda división, se camuflaban como defectos o incluso virtudes (las comidas de curas eran un paradigma de la buena mesa, nunca un pecado de gula, y la soberbia se convertía en el orgullo de ser español, por ejemplo). Pero, como cantaba Dylan («the times they are a-changing») y la Vieja Trova Cubana («como cambian los tiempos, Venancio, ¿que te parece?») la cosa ya no es lo que era, y al que más y al que menos, el concepto del pecado se la suda (por utilizar una expresión más acorde con los tiempos) Los siete pecados ya no asustan ni se ven muchos arrepentidos de cometerlos. La vieja relación de los siete fallos del ser humano se ha quedado en una clasificación de catecismo que nadie lee, seguramente porque ya no somos todos católicos (y el día que cada católico tenga que subvencionar directamente a su iglesia, veremos la desbandada) y porque nadie se siente culpable de nada. Si Díaz Plaja escribiera ahora su libro, no sería el best seller que fue. Y sin embargo, la lista está ahí, y si no hay culpa, al menos hay definición en cada palabra. Me venían a la memoria los pecados que una vez estudié en el colegio (no olvido al cura) y repasaba para ir a confesar (con escaso arrepentimiento) cuando leí el otro día una noticia terrible: la explotación sexual mueve cinco millones de euros al día en España. Traducido al lenguaje normal: la prostitución mueve esos cinco millones por día. Una barbaridad; ahora resulta que España está a la cabeza de Europa en economía prostitutiva, somos la mayor potencia en el pecado de lujuria y sus plusvalías. Hay seis millones de parados, una crisis brutal, y la gente sigue pensando en lo mismo de siempre. La gente empeña el oro de las muelas, a juzgar por la cantidad de tenderetes de compra del metal precioso; pero debe ser para gastárselo en puticlubs. La prostitución, el negocio sobre el pecado, estaba prohibida en los remotos tiempos predemocráticos, pero, sin embargo era tolerada por el Régimen y la Iglesia (precisamente se llamaban casas de tolerancia a los prostíbulos) era una actividad nocturna y discreta (de noche trabajaban los oficios con P: policías, panaderos, periodistas y putas) y controlada. De aquel mundo bohemio, folklórico, alcohólico, un punto miserable y casi siempre triste, hemos llegado a este despegue económico y multinacional. Los nuevos tiempos quieren poner fronteras a la prostitución, y le buscan la vuelta, la llaman explotación sexual, trata de humanos y quieren sensibilizar a la población con anuncios en la tele. Lo que era un pecado se ha convertido en delito de lesa humanidad, y eso si que hay que atajar. Cinco millones de euros al día en dinero negro son un motivo suficiente para luchar contra el vicio. Pero, ¿y los otros pecados? Hay algunos que nunca tuvimos muy en cuenta, ni siquiera creo que fueran pecados de verdad. El de la gula, de la que hablaba antes (cualquier chaval de ahora pensará que se trata de esos fideos de pescado que se fríen con ajillo y guindilla) y el de la pereza, que parece siempre un pecado a punto de descender de categoría; diría más, la pereza es una cualidad no imputable al ser humano, viene en su ADN. La envidia decía Díaz Plaja que era el pecado por excelencia del español; mezclada con otros puede dar resultados catastróficos, pero casi siempre la disfrazamos añadiéndole el calificativo de «sana», como si fuera una versión descafeinada. La soberbia sí que aparece día si día también en la vida cotidiana que se refleja en los informativos. La clase política, en general, tendría que confesar ese pecado; se legisla, se actúa, se imponen leyes, se discute en parlamentos, se informa al país desde los titulares de prensa, siempre desde una posición de altitud sobre el resto de los mortales, a los que se ignora. Estos días andan los políticos metidos en la polémica de los escraches, que les parecen una ofensa a su vida privada. En verdad que los escraches deberían estar protegidos y fomentados por ley: es el único momento en que muchos políticos ven al pueblo en directo, a ese mismo pueblo que dicen defender y que sólo conocen de oídas (exceptuando al niño y la pescantina de la campaña electoral, que previamente fueron preparados para la foto). El resto es pura soberbia. La ira la vemos precisamente en ese pueblo cabreado, cada vez más, que no puede contemplar impasible viendo como la tarta que pagan se la están comiendo otros y que sólo les va a quedar la bandeja de cartón. Todo ello mientras la avaricia de los bancos y sus especulaciones con el dinero de los contribuyentes arruina a un país, que prefiere gastarse cuatro perras en un puticlub antes que marcar la cruz de la iglesia en la declaración de la renta. Vemos casos con nombres: la avaricia de Urdangarín, junto con su soberbia, lo llevan ante los tribunales; los ministros declaran desde su altanería cosas como «movilidad exterior» (es decir, para curar el cabreo, mejor emigrar), recomiendan duchas frías (seguramente contra la lujuria), y el Rey sigue siendo opaco, no se conocen sus pecados, aunque sean, como su sueldo, del dominio público. Realmente, los pecados no son lo que eran, y si acaso había que añadir un octavo: el de la estupidez, que siempre fue origen de los siete pecados capitales.

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