domingo, 19 de mayo de 2013

Marcas registradas


Diario de Pontevedra. 18/05/2013 - J.A. Xesteira
«Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza», escribía César Vallejo en un poema. «Morreu na contramão atrapalhando o sábado», cantaba Chico Buarque de otro albañil que también se cayó de la obra. Mil ciento veintisiete personas que hacían ropa en Bangla Desh para el mundo de los ricos murieron aplastadas por las marcas comerciales de las multinacionales, escribió cualquier periodista en cualquier periódico. Las dos primeras muertes son poesía social, las mil y pico últimas, un asesinato por omisión. Las marcas, digámoslas, Inditex, Corte Inglés, C&A, Tommy Hillfigher, H&M, Calvin Klein y alguna más que se nos escapa, habían negociado con unos empresarios, generalmente caciques locales de algún partido en el poder, para que les cosieran las camisetas, los vaqueros, las faldas y demás complementos que se venderán en las tiendas de las multinacionales en todo el mundo. Las mismas empresas sabían perfectamente varias cosas, no sólo porque las hayan publicado los medios de comunicación durante años, sino porque saben lo que se traen entre manos cuando hacen sus negocios. A saber: que con lo que gana una mujer bengalí al mes, trabajando en la maquila de una máquina de coser sin derecho alguno laboral, no le da para comprar una blusa –que ella misma remató– de las rebajas de cualquier tienda de cualquier centro comercial del mundo. Sabían también que el intermediario y el empresario que firman el compromiso de producirle las prendas, son, en realidad, esclavistas, corruptos y enriquecidos gracias a las grandes multinacionales que, de forma directa, son cómplices de una situación condenada por los tribunales internacionales de Derechos Humanos. Las grandes marcas juegan con dos factores: no suele pasar nada, y cuando pasa, los propios países absorben las protestas y el malestar; suele haber manifestaciones y muertos, pero eso ocurre en las televisiones en horario de la siesta. Aunque haya que indemnizar, siempre es más barato que aumentar esos famosos céntimos que dicen que triplicaría el salario de una costurera. El problema es que lo que podía pasar ha pasado, y no vale silbar y mirar al cielo. El problema es que las empresas tienen nombres y puede salir en cualquier lugar del mundo algún juez que se le ocurra denunciar a una de las marcas famosas por colaborador necesario en una situación contraria a los derechos del ser humano. Con más o menos rapidez las marcas que cito arriba se apuntan a firmar un acuerdo para mejorar las penosas condiciones de seguridad de los talleres de Bangla Desh (los de Vietnam, Indonesia y otros países pobres, todavía no, hasta que se hunda otro taller). Mera jugada de márketing, obligada por la desgracia. Por poco, el desastre del taller de costura no ocurrió en el 1 de Mayo, una jornada reivindicativa que recuerda a los mártires de Chicago, un grupo de anarquistas condenados a muerte por pedir una jornada laboral ¡de ocho horas! Podría quedar muy aparente en el contexto actual, donde la jornada de ocho horas es una entelequia y donde el 1 de Mayo se celebra con desfiles procesionales que el sistema capitalista ha absorbido perfectamente dentro de las festividades del calendario (en Estados Unidos no hay Primero de Mayo). El caso de Bangla Desh acabará como otros similares, como el de Bophal en la India, en el que murieron muchos miles de personas y otros miles sufrieron secuelas irreversibles. La Unión Carbide, empresa responsable (hoy perteneciente a Dow Chemical) nunca indemnizó a las familias afectadas y de aquello sólo queda una celebración (otra) el Día Mundial del No Uso de Plaguicidas. Otra procesión laica que el sistema contempla desde el balcón. Todas estas cosas aparecen en las noticias, escritas, contadas o filmadas de un sólo día, pero nadie se molesta en preguntar como solucionar esta explotación del ser humano en la segunda década del siglo veintiuno. En las mismas informaciones de la TVE, en el telediario en que unos psicólogos con aspecto de catequesis se hace la pregunta de si las jóvenes incitan con sus ropas de moda (lo decía Santiago Segura en su personaje de la película «Airbag»: «¡Si es que las visten como putas!»), nadie comenta que esas ropas incitantes para los castos psicólogos se cosen en países pobres por salarios de miseria y condiciones de esclavitud; y que las marcas famosas lo saben y consienten. En ese mismo telediario de la cadena piadosa se informa de la guerra de Siria con un rebelde ataviado con una camiseta de Dolce y Gabana, seguramente falsa, como todas (incluidas las auténticas). El poder de la marca es total, desde la marca registrada hasta la marca España. En las mismas informaciones del mismo día aparecían los dos mundos, las dos clases que luchan (pese a los que aseguran que no existe la lucha de clases). En Brasil, país emergente, con una macroeconomía saneada y olímpica, todavía hay esclavos y acaban de liberar a unos miles. En la misma página aparece el fantasma del contrato único, que piden desde Bruselas pero que no gusta a nadie; de cualquier forma da lo mismo, todos los contratos son únicos y manejables a la hora de poner en la calle a seis millones de personas. Un poco más atrás se informa que cada año, gracias a los sistemas de ingeniería fiscal se van a alguna parte un billón de euros de las empresas españolas; esto podría solucionarse si la Unión Europea hiciera transparentes a dos paraísos fiscales que tiene en casa, Luxemburgo y Austria, pero no conviene, por lo visto. Sin salirse de las mismas informaciones tenemos que aceptar la emigración de nuestras personas mejor formadas (menos Urdangarín, que no tiene el título de entrenador y sólo podía ir como camarero), y comprar las marcas de moda (sin provocar sexualmente a los psicólogos de TVE) Y contemplar los miles de muertos en los países pobres como un mal necesario para que el mundo siga funcionando. Cuando no tengamos para comer recurriremos al consejo que nos acaba de dar la ONU: coman insectos. Pero rápido, porque dentro de nada tendrán marca registrada y subirán de precio.

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