sábado, 18 de agosto de 2012

Sahara


Diario de Pontevedra. 18/08/2012 - J.A. Xesteira
Hace unos días, en una terraza de Pontevedra, se sentó en la mesa de al lado una joven pareja con un niño muy moreno que era evidente que no era su hijo; al instante me di cuenta de que el chaval era uno de los saharauis que cada verano son acogidos por una familia gallega. El niño hablaba el español recién aprendido y jugaba con alguna de las maravillas que sus padres de verano le habían comprado; mientras, le hacían fotos con el iPhone. Al momento, mientras quedaba sumido en el éxtasis que me producen las terrazas de bar, me vinieron a la memoria muchos recuerdos relacionados con el Sahara y con los saharauis que sobreviven en los campamentos de refugiados en el desierto de Argel. Recordé como hace años también vivió un verano en mi familia un niño saharaui, Hussein, el más pequeñajo de toda la expedición, pero también el más espabilado (a estas alturas puede que sea ministro o viva en Marbella). Recordé otras circunstancias de la lucha por los derechos de los saharauis en diferentes ocasiones. La historia de la llamada “descolonización” del Sahara, en realidad una vergonzosa escapada de los territorios coloniales, abandonados a su infortunio cuando el cadáver de Franco todavía estaba caliente, está a disposición de todo el que quiera saber en la wikipedia, así que no hay que darle vueltas a los hechos. El Gobierno español soltó las colonias, en medio de la vergüenza de todos, incluidos los militares que ocupaban el territorio, para que se lo repartieran Marruecos y Mauritania. A partir de ahí comenzó una guerra que vive en tregua indefinida y los habitantes de la ex colonia fueron forzados a vivir en el desierto de Argel. Todavía no había nacido el niño de la terraza, y la pareja de la mesa de al lado iba al instituto, cuando visité por vez primera los campamentos de la zona de Tinduf, en el año 1988, la guerra estaba en pleno vigor y en la zona no existían cooperantes ni organizaciones en la forma que después, en tiempos de paz, se desplegó como es conocido. Allí estuvimos cinco periodistas gallegos, metidos en unos land rover de origen español, capturados a los marroquíes (España le vendía armamento a Marruecos) dando tumbos por el desierto durante tres días, durmiendo al raso como en las películas de vaqueros y asistiendo a un combate nocturno; entrevistamos a algún ministro, a oficiales prisioneros y convivimos con periodistas franceses y cubanos. Por aquel entonces los saharauis esperaban que a la muerte de Hassan II variara la situación, porque su hijo –decían– no iba a durar mucho. Se equivocaron, como se equivocaron en tantas otras esperanzas. Los periodistas éramos de otra opinión; sabíamos que aquella guerra no iba a ninguna parte a no ser que las potencias mundiales tomaran cartas en el asunto. Regresé cinco años después, en tiempo de paz o de tregua larga. Volví con una caravana formada por 150 vehículos, desde Orán hasta Tinduf, escoltados por el ejército argelino. Viajábamos varios centenares de personas con buenas intenciones, aquejados todos del síndrome del misionero de izquierdas, que supone que su presencia es imprescindible y benéfica para la causa. El romanticismo y la magia del paisaje (el Sáhara es uno de mis espacios favoritos, uno de los lugares más fascinantes de la Tierra) impedían ver otras realidades. Uno de los dirigentes saharauis le dijo a una muchacha fascinada por los campamentos: “Mira, los que estamos aquí, todos, preferiríamos vivir en otro sitio, aquí no quieren estar ni los lagartos”. La evidencia de que el problema se complicaba estaba a la vista; las fuerzas de la ONU que controlaban la paz, la Minurso, y los propios soldados del Frente Polisario languidecían sin ver salida a la situación. El Sáhara era una patata caliente en los foros internacionales y nadie la quería en sus manos. Participé después en muchos foros, moderé mesas redondas y estuve en contacto con gentes que todavía confían en la solución del problema, mientras ayudan a los refugiados del desierto. Incluso viajé en una expedición rocambolesca que pretendía llegar a El Aaiun, desde Canarias en un avión cargado de periodistas, artistas y famosos y que no pasó del aeropuerto de Los Rodeos. Y el problema sigue ahí. Desde que el Gobierno español del año 1976 dejó la región hasta ahora, ninguno de los gobierno sucesivos de cualquier color y condición han hecho nada por el Sahara; ni siquiera han tratado de mantener la lengua española en la única comunidad africana que habla nuestro idioma (mientras se gastan millones en Institutos Cervantes, algunos con escasa rentabilidad). El Sahara de los refugiados parecía olvidado hasta que meses atrás volvió a los periódicos por el secuestro de dos cooperantes. Entonces se dieron cuenta de dos cosas: de su existencia y de que la zona es coto apetecible para las gentes de Al Qaeda o de los bandoleros del tercer mundo que buscan sobrevivir negociando secuestros. Hace unos días el Gobierno español ordenó a los cooperantes la retirada ante un peligro indefinido en la zona; la alarma parecía injustificada y los cooperantes regresaron. El problema parece volver a su habitual languidez. La patata caliente es ahora una patata podrida que no interesa a la comunidad internacional. Los gobiernos tienen otras cosas que hacer. Los que reivindican el regreso a su territorio original, que les fue robado, son cada vez menos; algunos se rindieron a la evidencia, otros viven en diferentes países, y los niños, como el de la mesa de al lado, ya han nacido en otro mundo, en el que la idea de un territorio propio y de una patria que rescatar puede que les resulte ajena. Las peores previsiones que hacíamos los periodistas en medio del desierto en 1988 se han cumplido. La situación de los refugiados no le interesa a ningún gobierno. Ni a la ONU. Los saharauis han pasado a engrosar las filas de los olvidados, como los haitianos y otros. No interesan y los mantienen en el no-mundo. Tenía que escribir todo esto; en cierta forma es una deuda moral que tengo con el niño de la mesa de al lado.

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