sábado, 2 de junio de 2012

Queremos otra película


Diario de Pontevedra. 02/06/2012 - J.A. Xesteira
Aveces encontramos un cierto paralelismo entre la realidad y el cine. Hace unos días, al volver a ver en la televisión «Las sandalias del pescador», una película que tuvo fama de taquillera en su momento, pero que era en el fondo un panfletillo flojo de buenas intenciones, ni siquiera sospechosa de izquierdismo o progresía de su época, me pareció que encajaba en el momento como hecha de encargo. En la película, el papa ruso Anthony Quinn se dirige en el discurso de investidura a la urbe y al orbe para decir que decide vender todas las joyas de la Iglesia, hacerse pobre y solucionar con ese inmenso caudal los problemas de hambre en el mundo. Bastante simple y elemental, que en la película funcionó en su momento. Pero cae, precisamente cuando las cuentas del Vaticano andan metidas en un caso de espías e intrigas con la banca vaticana de fondo, como limpiadora de caudales inconfesables, y con el episcopado español reacio a pagar al César lo que debiera ser del César, pero que también pasa a las arcas de Dios. El cine, en este caso, va por delante de los buenos deseos que debieran existir en el mundo real. Tengo un paquete de cine para ver o volver a ver, en italiano subtitulado, de la época en que las pantallas las llenaban aquellos Sordi, Gassman, Manfredi, Tognazzi, aquellas Cardinale, Loren, Sandrelli, y a todos los dirigían aquellos Scola, Risi, Germi o De Sica. Echo de menos aquel cine. Entre las del paquete estaba una titulada «Investigación de un ciudadano más allá de toda sospecha», en la que un alto cargo de la Policía comete un asesinato y deja pistas claras por todas partes; pero no lo condenan porque es algo inconcebible para los políticos que el más alto cargo sea un delincuente. El título (que no la trama) me llevó directamente al caso del juez Dívar. El juez supremo de España (presidente del consejo de jueces y del supremo tribunal) organizó, por causa de sus viajes de largo fin de semana a Marbella una pelea de gatos judiciales que ni era deseada ni esperada. Se produce un deterioro de la imagen de la Justicia del mismo nivel del cargo que representan las señorías: supremo. No vamos a entrar en juicios sobre si es legal o no el gasto y los fines de semana de ocio, eso es cosa de los propios jueces. Contemplados desde nuestra altura de simples contribuyentes, produce el pasmo natural al ver como están las altas cumbres del Poder Judicial: borrascosas. Pero lo que más pone los pelos de punta es la frase de disculpa del propio señor Dívar, de que lo gastado «era una miseria». Sin contar lo que se gastó en el desplazamiento inútil y ocioso de siete escoltas, más dietas y gasolinas de los dos coches que lo acompañan, lo gastado «a pelo» por el juez supremo es el equivalente al sueldo anual de, pongamos, un investigador actualmente en paro por causa de los recortes, o el de ese obrero de 50 años que acaba de ser despedido para siempre (las posibilidades de que encuentre trabajo son nulas, y tendrá que sobrevivir hasta donde pueda con la ayuda a parados mayores de difícil inserción). Pero tiene razón, es una miseria, tanto lo que cobra el investigador ilusionado con su doctorado debajo del brazo como el obrero desencantado de su vida a pie de obra. Una miseria que el capo de jueces se gastó en hotel y cenas. Alguien dirá que lo que acabo de decir es demagogia (que, según Ambrose Bierce es lo que dicen los rivales políticos) pero eso es mejor que se lo vayan a decir al investigador o al obrero, a ver que opinan. El cine, siempre el cine, que es nuestra base de datos del último siglo, nuestra educación general básica, tanto sentimental como social. Echo de menos aquel cine que tengo ahora en ese paquete y tanta analogía me trae al presente; aquellas comedias serían de reír ahora si la cosa no fuera tan seria (no tanto como el miedo oficial nos hace creer, pero más de lo que es necesario en este caso). Los políticos no suelen ir mucho al cine, se les nota; si hubieran visto «El día de la bestia» se acordarían de que el edifico donde residía el Mal era precisamente las torres de Bankia; el Maligno se la metió doblada. El cine que es acompañante de cada momento social, está en su peor momento, tanto económico como de ideas; los realizadores debieran ofrecernos un cine rompedor, denunciador, periodístico (que informara, educara y entretuviera). En su lugar encontramos fórmulas para sobrevivir por medio de productos de buen rollo, y los grandes nombres no consiguen superar la semana antes de morir en el formato blu-ray. Ahora sería inconcebible un tipo como Visconti, que era al tiempo comunista, conde, homosexual, escritor, dramaturgo y director de obras maestras sobre la decadencia de la nobleza siciliana. Su cine no podría hacerse ahora, porque no encontraría subvención. Estamos en la etapa del cine del mercado, como la economía mundial, y prevalece lo inmediato, la partida de videojuego, la inmediatez capitalista del beneficio instantáneo: las bolsas ganan y pierden al segundo y las películas lanzan a sus héroes a la misma velocidad que el flujo de capitales. Gracias al cine aprendimos que en el Crack del 29 americano, los banqueros se arrojaban por las ventanas, acosados por las pérdidas; gracias a los medios de comunicación actuales sabemos que los banqueros arrojan a patadas por las ventanas a los pobres que confiaron en sus promesas de beneficios y que ahora pagan por partida doble la estafa mundial: con sus cuentas corrientes y con el dinero público. En mi paquete de cine italiano no incluyo las películas que estarían más acordes con la España de ahora, los espagueti western con títulos tan significativos como «Por un puñado de dólares» o «La muerte tenía un precio». La situación necesita inteligentes directores de cine y de estado con el valor necesario para volver a dar a la sociedad aquel cine comprometido y con valores morales en alza, más allá del miedo que nos ofrecen como alternativa.

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