sábado, 19 de mayo de 2012

El séquito


Diario de Pontevedra. 19/05/2012 - J.A. Xesteira
Una vez pasó Franco por mi pueblo. Se anunció como un acontecimiento, se prepararon guirnaldas y se animó a toda la ciudadanía a que agitara banderitas y esperara el paso de la caravana generalísima. Al mismo tiempo, todos los sospechosos habituales tuvieron que pasar por el cuartelillo para control y gobernanza. Pasaron unos motoristas y detrás unos coches; como los americanos de Bienvenido Mister Marshall, aquello fue todo. Ni siquiera era una caravana. Franco no necesitaba gran despliegue de acompañantes de seguridad ni séquito; por donde fuera, la seguridad lo acompañaba en forma de guardias civiles taponando cada rincón de su paso, y todo el país era su séquito, no necesitaba llevar criados, todos eran sus criados. El acompañamiento del líder es cosa digna de estudio, porque cada uno se monta sus propias necesidades. Obviamente no es lo mismo el séquito del Papa que el de Berlusconi, las necesidades son distintas, las seguridades por ahí se andan. Con la democracia en España, se multiplicaron las cabezas visibles y, con ellas, las escoltas y guardaespaldas (eran tiempos etarras, en los que solían morir asesinados un militar y el chófer, que generalmente era un soldado que hacía la mili en Móstoles) y, además, se reprodujeron los séquitos en número considerable; porque cada mandamás tenía sus necesidades. Los había que tenían que estar perpetuamente conectados a un teletipo informativo (Internet vino más tarde) y los había que tenían que tener suministro de cosas variadas: pan de centeno, chicas de puticlub o informes económicos variados. Y para esos casos, el séquito era diferente. Los escoltas del pinganillo y los portadores de carteras y papeles eran el enjambre que envolvía al gran hombre; era como el paso de la vuelta ciclista, mucho barullo de caravana para un segundo del paso de la serpiente multicolor. Los grandes hombres de España se acostumbraron a moverse con pompa y ceremonia, y, sobre todo con rimbombancia. No importaba que el traslado fuera por un motivo minúsculo, lo importante era el séquito. Acostumbrado a estas cosas, me ocurría cuando salía al extranjero, que me sorprendía al pasar cerca del castillo de Praga al lado de un chalet en el que vivía el presidente de la república (aquel entonces Vaclav Havel) de forma que podía llamar al timbre y, a lo mejor me abría la puerta él en persona; como me sorprendía una vez en Viana do Castelo al acercarme a un grupo de gente hablando y riendo y ver en medio del grupo nada menos que al presidente Mario Soares. La costumbre general en nuestro democrático país era que como mínimo cualquier alcalde se trasladaba con chófer, secretario y, a lo mejor un par de asesores de cualquier cosa. Por la contra, el Rey, mucho antes de jugar a Jim de la Jungla con los elefantes, solía escapar de su séquito en una potente moto de su escudería personal; más de una vez sus escoltas acabaron la persecución empotrados contra un árbol, mientras el Rey tenía que llamar para que vinieran a remolcarlos: no podían seguirlo. Incluso llegó a haber un anuncio televisivo en el que un personaje muy parecido al rey despistaba a sus escoltas y se encontraba con una rubia sexy en una cabaña solitaria. La ficción copiaba a la realidad. El séquito es básico, es una muestra de poder y, además, un elemento asesor de primera. Nuestros gobernantes suelen viajar con dos tipos de séquito, el de Europa y el resto; para Europa salen del coche llevando la cartera a mano, con sólo la muchacha esa que sabe idiomas y le habla a la oreja lo que dicen los alemanes. Es una muestra de austeridad, lo que se lleva en países de tradición calvinista, austeros y cutres, que no conciben el acompañamiento como una de las bellas artes de la política y del poder. Para el resto del mundo el séquito llena un avión, entre asesores e invitados del más variado pelaje. El César de la Roma imperial incorporaba, además, a un tipo que le susurraba al oído para recordarle que era mortal, para que no se le pasara de rosca la vanidad. A veces el séquito te da más problemas que soluciones; miren si no al chófer que denunció al político andaluz al que acusó de cocainómano, o la cantidad de libros de memorias que escriben muchos guardaespaldas del tipo de «Yo fui escolta de Fulanito/a de Tal», con todos los trapos sucios del escoltado mostrados al público. En estos tiempos, en los que la vida del artista ya no peligra (ETA no mata, por lo visto) ya se podría reducir la parte de seguridad de los personajes, y en lugar de dos pinganillos armados, dejarlo en uno o ninguno; otra cosa es la asesoría, pero se podría solucionar regalándole a cada gran hombre o gran mujer un iPad y que se busque su información. En tiempo de austeridad es algo que sería muy bien visto por la ciudadanía. Aunque esta es una propuesta inútil, porque nuestros gobernantes, que tienen argumentos para todo, nos dirían que no, que gracias a mantener séquitos grandes se crean puestos de trabajo, con la falta que hacen. Se podrían buscar fórmula, por ejemplo, que viajen sólo los que quepan en el coche oficial, o que lo hagan en taxi, que es más barato que la berlina del ayuntamiento y fomenta la pequeña empresa. Cualquier cosa, pero hay que arreglar esto de los séquitos y las escoltas. Porque, a estas alturas, que un personaje como Eduardo Zaplana mantenga escolta oficial pagada por su antigua empresa (Generalitat Valenciá) es, cuando menos chocante. Pero más aún lo es que el presidente del Tribunal Supremo se montaba unos fines de semana de cinco días en Marbella con viaje hotel, dos coches oficiales y un séquito de entre cinco o siete personas. Al margen de quién pague todo eso, al margen de que sea o no delito lo que haya hecho, lo interesante es el séquito. Un símbolo del poder, aunque, en este caso, no del poder judicial, sino del poder divino, que es el que tiene el que vive como dios. No sé si en el lote de acompañantes iba el susurrador del César.

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