sábado, 12 de mayo de 2012

El tren de los deseos


Diario de Pontevedra. 11/05/2012 - J.A. Xesteira
Un amigo de mi padre se lamentaba de que lo que deseamos siempre funciona al revés. Como en la canción de Paolo Conte, «Azurro», el tren de los deseos va en sentido contrario de la realidad. Decía aquel hombre que «cuando somos niños tenemos un pelo abundante (por aquel entonces enseguida te mandaban al peluquero a pelarte, los Beatles llegaron más tarde) y queremos ser hombres y tener pelo en el pecho, en la barba, en la entrepierna y en los sobacos; más tarde nos hacemos hombre y cuando ya somos todo lo hombres que podemos ser, tenemos pelo en donde queríamos, pero, ¡ay!, en ese momento donde queremos tener pelo es en nuestra cabeza calva y el pelo de los sobacos, la barba, la entrepierna y el pecho nos importa poco». El ser humano funciona así nunca estamos contentos con lo que tenemos y queremos otras cosas. La realidad se encarga de demostrarnos que lo peor que puede pasarnos es que los dioses nos concedan todo lo que pedimos, incluso una primitiva millonaria o llegar a las mas altas cumbres del poder. Una vez allí, las cosas son de otra manera y ya se nos acaba el deseo de llegar, que es lo único que nos mantiene en funcionamiento. Las realidades son una perogrullada, una evidencia que no tiene escapatoria. Los deseos son variados y variables. Y las promesas entran en el mundo de los deseos, y las esperanzas nos mueven hacia ellos. Sólo cuando los deseos se cumplen, cuando las realidades dan fin a los deseos, las promesas y las esperanzas, es cuando caemos de la burra en el más estricto sentido de la frase. La realidad semanal siempre nos lleva a recordar el viaje en el tren de los deseos. Si el socialista francés ganó las elecciones lo hizo prometiendo, dando esperanzas y montando a los votantes en su tren. Lo mismo que había hecho unos años antes Sarkozy, que perdió porque su realidad era distinta de lo que había prometido y que los franceses esperaban. Dentro de unos años pasará lo mismo pero al revés. En toda Europa funcionan así las cosas (creo que ya lo dije el otro día): cuando pintan izquierdas, en España los triunfos son derechas y viceversa (ver anteriores gobiernos y amistades) y, paradójicamente, se entienden mejor entre opuestos (recordad a Felipe González con Kohl, a Aznar con Blair) que con afines (Rajoy, Merkel y Sarkozy). Seguramente la política de Hollande será un alivio para el Gobierno español, y dentro de unos meses puede que la canciller alemana cambie y todo se reequilibre sobre la base de otra realidad esperada. Como la reflexión del amigo de mi padre, nunca estaremos contentos y esperamos que las cosas cambien para bien. Pero las cosas que están pasando se nos atraviesan y nos estropean las esperanzas, incluso muchas de las realidades que habían sido deseos satisfechos. Es un problema de envejecimiento y decrepitud. Tomemos el ejemplo del banco de Rodrigo Rato, un tipo que lleva dos grandes fracasos, como director gerente del Fondo Monetario Internacional, y como director de Bankia hasta esta semana. No hay que hacer mucha memoria para recordar cuando la Caja Madrid pasó a ser Bankia, y se anunció que aquello era un poder económico sano. No llegó a cumplir Rato los dos años en el banco, la realidad lo echa sin que se cumplan los deseos. La realidad es, en este caso, un cúmulo de problemas ocultos por marchas triunfales, un agujero negro que se traga miles de millones como si fueran naves espaciales, unas servidumbres nacidas de la fusión de cajas como si fueran familias de la Cosa Nostra, en especial la parte valenciana de Bankia, con el beneplácito del Banco de España, que una vez más sirve para enmascarar desastres. Y así se coció dentro del partido del Gobierno una guerra interior (es de suponer que para el PP mencionar a Valencia es como ponerle una cruz a Drácula) que acabó, con el criterio más lógico de darle la patada a Rato. Ahora toca ponerle tiritas nacionales, con dinero público, al sistema bancario que está con las tripas de fuera. Tarea difícil. El problema es que cuando la Caja Madrid era joven y tenía una larga melena de ahorradores que sólo querían un plazo fijo modesto y seguro, la cosa funcionaba. Pero creció y empezó a sacar pelo de sobaco para fondos problemáticos, pelo en pecho para inversiones en ladrillos, pelo púbico para agregar la banca valenciana (son cosas que se hacen por decisión testicular) y a todo eso le colocó el pelo de la barbilla de Rodrigo Rato. Y en ese momento comenzó a caer el cabello de la cocorota y, al final, todos calvos (los ahorradores). Es una ley biológica que no tiene vuelta de hoja. Hubiéramos querido otras cosas para nuestra mayoría de edad y nuestro paso de niños a adultos (de niña a mujer es otra historia bien diferente, el mundo financiero es un mundo de hombres, como cantaba James Brown). Pero la realidad es que no hay pelo en el mundo de las necesidades básicas, la sanidad (con un sistema en precario y una investigación en el paro o en la emigración) la educación (con un horizonte indefinido y un presente a punto de privatizar), la cultura (no hay dinero para cine, para conciertos ni para nada –a lo mejor es bueno y los artistas se reconvierten en creadores, una vez que ya no pueden vivir del mecenazgo político–). Pero no echemos la culpa a los políticos; ellos forman parte de nuestros deseos; volcamos sobre sus promesas nuestras esperanzas y pensamos que nos van a solucionar la vida y hacerla más agradable. Si después no lo cumplen es porque se les cae el pelo y les crece en otras partes. Más aún, viendo la cantidad de centros de depilación que brotan por todas partes (a la par que compradores de oro, lo que da credibilidad a esa opinión de que el español está empeñando sus joyas para depilarse) nos quedamos calvos y, por encima, nos depilamos como anguilas. Sólo hay una cosa peor: que por encima le pongamos un peluquín a la realidad depilada.

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