sábado, 3 de marzo de 2012

La calle

Diario de Pontevedra. 03/03/2012 - J.A. Xesteira
Leía el otro día en algún periódico, no sé en cual (es uno de los problemas de leer en la red, que confundes al periódico de cabecera con el periódico de guardia) que los niños de ahora no juegan en la calle, y que eso, según el psicólogo que explicaba el caso, crea unos problemas nuevos; entre otras cosas, decía que se perdió el antiguo concepto de calle, y que los chavales se concentran ahora en los centros comerciales, con lo cual se encierran en un recinto placentero, con clima constante, donde no llueve, no hay charcos ni sopla el viento, hay una musiquilla de fondo y no hay ningún tipo de peligro, todo está controlado. Según el experto de la noticia, se carece de dos cosas que eran útiles al desarrollo del niño: el ejercicio físico y el riesgo. La cultura del “mall” (en esto siempre los americanos inventan la palabra al tiempo que el concepto) tendrá sus consecuencias de aquí a nada, pero las más evidentes son que el niño pasa del centro comercial directamente a la calle del botellón. Si eso es bueno o malo es otro tema. La calle, como concepto social, es vital. Los que nos educamos en ella aprendimos allí todo lo que no sabían enseñar en otro sitio (másters incluidos), era un centro social que marcaba nuestra existencia, era campo de deportes antes de que los políticos construyeran campos de deportes de presupuestos desorbitados; eran el club de amigos, era ese lugar donde existían unos niños que eran mal vistos en casa (aunque nunca supimos quienes eran, evidentemente, no se referían a esos amigos especiales que poseían conocimientos superiores de cosas que padres y maestros parecían ignorar). La calle, además era un lugar que nos pertenecía, cada uno tenía “su calle”, que defendía en batalla campal, si se terciaba, frente a los invasores de otras calles. Eran, también, un lugar de libertad, en el que vivir todo el día (después vinieron otros modos y condenaron a los niños delante de una pantalla, por algún delito que todavía ignoramos). Para los mayores era el espacio común, de paseo y charla (antes de que los paseos se convirtieran en caminata a kilómetro lanzado en lucha contra los colesteroles revoltosos). Había una identificación del ciudadano con su calle, en la que conocía al resto de los vecinos y con los que identificaba su estatus de esa parte de la ciudad. Me dice un amigo que aquella canción sesentera del grupo Lone Star, “Mi calle”, se ha convertido en mítica para muchos jóvenes. Puede ser. Hablaba de un tiempo muy pasado, y el cantante se desgañitaba para contar que su calle era suburbial, con lo cual nos hablaba de sí mismo a través del asfalto de su rúa. Los modos, las modas y los tiempos convirtieron las calles en otra cosa, la “humanización” amplió las aceras para llenarlas de artefactos de dudoso gusto y escasa utilidad. La “humanización” (esperamos que lo próximo, después de la crisis sea la “divinización”) es el arrepentimiento de haber concebido –mal– las calles como un paso de vehículos, y, una vez que los vehículos ya son un puro atasco, mejor devolver el paso a los peatones. Pero ya las calles son para ir y venir, no para estar, como antes. Las calles eran también el lugar donde hacíamos valer nuestros derechos y nuestras reivindicaciones. Y por ello salíamos a la calle a exigir y a gritar, guiados por ese impulso del que hablaba Gabriel Celaya (“a la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo”), y si la cosa se ponía dura, se resolvía en batalla callejera, como de niños resolvíamos contra los niños de otra calle. Y si había que levantar los adoquines de París pues se levantaban por mayo, y si había que correr, ¿dónde mejor que en nuestra pista natural de entrenamiento?. La calle era nuestro parlamento, nuestro buzón de quejas, nuestro defensor del pueblo (un pueblo que necesita defensor no merece que lo defiendan), nuestra carta al director, nuestra ágora y nuestro desfile. La Transición se ganó en la calle. En manifestaciones justas pero ilegales, con violencia, con víctimas (algunas mortales, cierto), pero parece que se olvidaron de ello. Vinieron otras manifestaciones que ya se confundían con las procesiones, y se olvidaba el origen de las manifestaciones, hasta el extremo de que el propio sistema es capaz de asumir cualquier manifestación pacífica sin que cambie nada de lo que se pide. La calle y sus plazas quedaron para eventos floridos: misas papales, festejos futbolísticos, carnavales y manifestaciones reivindicativas que no sirven para gran cosa. Los dictadores saben del poder de la calle y siempre tratan de controlarlo. Durante el franquismo, tres tipos en la calle eran ya una manifestación y podía ser delito penal. En determinadas circunstancias, en cuanto había un grupo de tipos agrupados en la calle, aparecía un policía vestido de gris y pronunciaba la conocida sentencia: “¡Disuélvanse!”, lo que siempre me producía el efecto aterrador de imaginarme metido en ácido nítrico. Contra la orden de prohibir la ocupación de la calle y que no pase nadie, comenzaron a nacer nuevas estrategias, los “saltos”, los cortes de tráfico organizados por dirigentes y expertos. La calle volvía a ser libre y todo lo que se dijera en ella podía salir en los periódicos (muchos periodistas teníamos que hacer juegos malabares para que se entendiera lo que había pasado). Llegado el momento, fue el propio Fundador del partido en el poder el que reclamó la propiedad de la calle. En vano. Pero ahora sus herederos naturales parece que reclaman la herencia y quieren el control de la calle. Sólo se autoriza la marcha pacífica, las reivindicaciones legales y sin violencia. Pero todo es inútil. Por mucho que pretendan hacer de la vida callejera un ambiente de centro comercial, los hechos siguen siendo tercos, como decía Vladimiro, y por mucho que se esgrima el estado de derecho me parece que se van a volver a a pedir las cosas con la educación que se aprende en la calle. Lo contrario, lo dicen los psicólogos, es nocivo, carece de riesgo y no hacemos ejercicio. Nos convierte en zombies de centro comercial.

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