jueves, 19 de enero de 2012

El concepto ya no es el concepto

Diario de Pontevedra. 18/01/2012 - J.A. Xesteira
Hace ya algún tiempo que no se manejan dos conceptos de los que antes se abusó, lo de derechas e izquierdas, para definir una postura política, social o, simplemente, para calificar a un sujeto, a su pesar muchas veces. Derecha o izquierda eran etiquetas con las que se identificaban partidos, agrupaciones, periódicos (un concepto falso, todos los periódicos fueron siempre de derechas) incluso grupos de rock; cualquier cosa podía meterse en una de las dos cajas. Pero ya no, desde hace algún tiempo las palabras han desaparecido de los coloquios, se sustituyen por eufemismos más o menos floridos, pero los conceptos ya no están en su sitio, aunque en esa parte oscura de nuestros cerebros persista de forma abstracta esa dualidad del ying-yang que nos acompañó durante años. Sabemos, por lo aprendido en el instituto, que izquierda y derecha políticas simplemente era una cuestión de situación en un hemiciclo parlamentario; con el tiempo se identificaron esas dos posiciones con dos maneras de entender la política; la definición académica establece que la derecha siempre es el sector de partido asociado con los intereses de las clases altas o dominantes y la izquierda, el sector de las clases bajas, económica o socialmente; en medio queda esa zona de nadie que se llama clase media y que fluctúa entre las dos aguas. Históricamente la derecha siempre ha luchado por las posiciones de la aristocracia y la riqueza, mientras que la izquierda luchó por la igualdad de ventajas y oportunidades y por las demandas de los menos favorecidos. Esto ha sido así históricamente y contado por lo gordo; los matices vendrían después. En el inconsciente colectivo, las derechas agrupaban a las clases altas, la burguesía y la clase media acomodada; la izquierda, al obreraje. Para simplificar de forma patatera, la derecha sería el capitalismo y la izquierda, el marxismo (unas veces estalinista, otras leninista y otras maoísta). Eso era, al menos, el concepto popular que todavía hoy flota en medio de la sopa social de ahora mismo. La Transición del Franquismo a lo-que-sea (lo llaman democracia) repartió otras cartas: la derecha trató de desprenderse de la etiqueta anterior, borró la marca registrada de fascista (lo que le costó bastantes sudores y todavía no lo consiguió de todo) y soltó el lastre ultramontano. La izquierda también le dio una patada al marxismo y convenció al proletariado de que lo bueno era ser clase media acomodada, en lugar de ir de bolcheviques por la vida. Y apareció el Centro, un gran invento de Adolfo Suárez, un lugar al que viajar como a la antigua California, a buscar minas de votos ambiguos. El Centro comía a dos carrillos, el de la derecha y el de la izquierda, y se sacudía los lastres de las dos posturas; en realidad era un espacio habitado por una nueva figura como la que cantaba el italiano Giorgio Gaber (ver Youtube) el Conformista, navegante de todas las aguas que se adapta a las circunstancias con la mayor tranquilidad del mundo. Izquierda y Derecha comenzaban a difuminarse, aunque en las intenciones del pensamiento general se mantenían con sus variantes propias para discusión: facha o rojo. Pero ya eran clichés más adecuados a un vodevil que a un planteamiento serio de la discusión. El mismo Gaber de antes ironizaba sobre las diferencias entre izquierda y derecha («los pantalones vaqueros son de izquierdas, pero si le pones una chaqueta azul marino, son de derechas») La política actual, instalada ya en un sistema capitalista y de dos partidos, a imitación de británicos y americanos, ha perdido esos dos conceptos, ni los maneja ni los esgrime como arma contra oponentes. El PP, que ocuparía el espacio natural de la derecha (aunque no sería el único partido, PNV y CIU están en el mismo lugar) trata de huir de definiciones y, si acaso, podría ponerse el cartel de centro (aunque a veces broten declaraciones puntuales de viejos resabios ultramontanos en alguno de sus más preclaros barones). El PSOE, que sería la izquierda teórica, desterró el concepto marxista hace tiempo, igual que devaluó la O de su nombre (pasados tiempos de Felipe González, que dio vía libre al despido libre e indemnizable). En medio quedan sólo los partidos pequeños, que buscan un lugar al sol que les caliente su testimonio. La vida política es una sopa de puré de sobre, sabe a algo, pero no se sabe bien que cosa es. La derecha, que lleva años desmarcándose de esa palabra, no tiene necesidad de definirse, su estrategia es esa, marcar estilo pero no intenciones. La izquierda tiene pánico a que la identifiquen con viejas costumbres en las que había banderas rojas y solidaridad internacional; ahora, ni siquiera se define. En las primarias socialistas, esa especie de entretenimiento particular copiado de los países sajones, que son gente sin otra cosa que hacer, los dos candidatos, Chacón y Rubalcaba, no han pronunciado ni una sola vez la palabra izquierdas. Todo queda reducido a un «nosotros», que es una seña de identidad que podía suscribir Rajoy, y de hecho es la manera de hablar de todos: «ellos» (a veces concretado en el nombre del partido) y «nosotros». Parece que no hay más. Desaparecieron las viejas referencias, aunque el concepto esté acuñado en el hipotálamo, que es donde se regulan las emociones y las ganas de comer, dos cosas de vital importancia; entendemos lo que es derechas e izquierdas, pero ya no lo vemos en la televisión, que es el espejo mágico que nos dice si somos más guapos que Blancanieves. El sistema político-económico se mueve bien en forma de dos cabezas para una sola águila que controla el mercado mundial, por eso ya no interesa saber qué cosa son los representantes. PSOE y PP, las dos cabezas, son sólo «partidos», como una marca blanca de hipermercado. Los restos históricos ya sólo son eso: reliquias. Con la muerte de Fraga desaparece la derecha; la izquierda ya se desvaneció hace tiempo. Sólo quedan «los partidos», que no son ni marca registrada.

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