jueves, 12 de enero de 2012

Aún hay clases

Diario de Pontevedra. 12/01/2012 - J.A.Xesteira
Acababa la semana pasada con el dato de que en 2011, mientras la venta de coches «normales» caía un once por ciento (o algo así) la venta de coches de lujo subía un 83 por ciento, subida que para sí quisiera el Gobierno en algunos apartados macroeconómicos. El dato paradójico parece mostrar (a lo mejor, no, que los expertos en estas cosas nunca se sabe por donde pueden salir) que mientras el imperio se derrumba, los ricos, no sólo no lloran, sino que se compran coches de cine. Pensábamos que ya habíamos visto todo, pero, por lo visto, no. Nos hablaron de que ya no había diferencia de clases, que la lucha de las ídem estaba superada, que la clase media era suficientemente fuerte como para mantener el estado de bienestar. Y tanto era el bienestar que el Tercer Mundo desembarcó de las pateras (los que consiguieron sobrevivir) en este paraíso prometido, para ser la mano de obra barata que apuntalara la Seguridad Social, mientras el resto de los españoles «de verdad» –como suelen recordar los nietos de los que un día emigraron con maleta de cartón– nos dedicábamos a nuestros lujos particulares: el chuletón y el vino de gran reserva, que son dos lujos de nuevo rico. Nos dijeron también que con la caída del Muro de Berlín todos éramos ricos en un sistema capitalista, o, por lo menos, podíamos llegar a serlo en cuanto pagásemos la hipoteca del piso, ampliada con añadidos para un coche nuevo y un viaje a Playa Bávaro de dos-por-uno-todo-incluido. Ya no había clases, sólo unos cuantos que eran más dados a no progresar, les faltaba espíritu competitivo y tenían un toque hippy. El resto nos la prometíamos muy felices en el reino de la construcción, de los concejales al por mayor y de la marcha imparable a la cabeza económica de Europa. Y en eso estábamos cuando, de repente, no sé lo que pasó, aún parece cosa de brujas, que, de la noche a la mañana, todo se derrumbó: la Seguridad Social baila en los números rojos; los bancos están pobres, dirigidos por directivos multimillonarios; las empresas despiden y cierran (los empresarios, eso si, mantienen su estatus quo) y el Gobierno con traje nuevo dice que la cosa está mal y que los de antes dejaron la casa hecha un cisco. Empiezan los recortes al mismo tiempo que las rebajas de invierno, se congelan salarios mínimos (con lo cual le hacen la puñeta a la seguridad social, que pierde ingresos con cada congelación) y se anuncian más medidas y se piden más sacrificios. La cosa, aunque aparentemente y por la calle, no lo parezca, se pone dura; los comedores de caridad ven como la cola del almuerzo crece. En medio de todo el barullo, mientras las agencias calificadoras advierten que somos un país con problemas, más del 60 por ciento de los españoles vive al mes con menos de mil euros, pero, por la contra, las grandes fortunas crecieron el año pasado un 7 por ciento (son datos al alcance de cualquiera en las páginas oficiales). Y mientras se habla de impuestos que no contentan a nadie (y esperen a la declaración de la renta) los impuestos por bienes inmuebles siguen sin tocar a la Iglesia Católica, el segundo propietario inmobiliario después del Estado. Todo ese barullo no nos aclara la situación, y vivimos más en forma de neblina que de cielo despejado; sabemos que estamos en una crisis y nos toque más o menos a nuestra vida, no lo tenemos claro. Los políticos, que dicen defendernos, ponen medidas que tampoco entendemos bien; unos hablan de que los recortes ayudarán a tirar para adelante, y otros dicen que nos van a hundir más. Confusa la cosa. El sindicalista Fernández Toxo, que no suele hablar como un político y es más claro en sus argumentos, afirmaba estos días que con o sin acuerdo laboral no se acaba el mundo, y que, por otra parte, los problemas no se van a arreglar con unos cuantos paquetes de medidas. Lo cual, como argumento es claro, pero como explicación sigue sin aclararnos. Pero sí hay una cosa clara, incuestionable, y es esa venta de coches de lujo que progresión ascendente. Eso quiere decir que hay una clase social que los compra y se pasea con ellos por algún lado. Y, por lo tanto, existe el lujo, y, por deducción, hay en España una clase lujosa, se supone que minoritaria, claro, que no va a solucionar el problema económico pero que contribuye, de alguna manera, a hacer gasto. Y así, buscando, me encuentro que existe una Asociación Española del Lujo, por otro nombre (registrado) Luxury Spain, en inglés, que es más patriótico. Si lo buscan en internet podrán enterarse de un montón de cosas, como por ejemplo, que es una sociedad sin ánimo de lucro (como una oenegé o la fundación de Urdangarín), inscrita en el registro ministerial pertinente, que reúne a marcas y empresas del lujo para promover los productos españoles de alta calidad. Ahí están sectores de alta joyería, moda, gastronomía (más allá del chuletón), turismo, salud (hay enfermos de lujo y enfermos de baratillo, incluso debe haber enfermos de imitación), belleza, náutica y una cosa desconocida para mi llamada «real state» (después me enteré que era cosa de inmobiliarias, mi ignorancia en el mundo del lujo es patente, y creo que llevo mal camino). Entre otras cosas afirman que están intentando promocionar sus productos, por medio de presencia en países ricos, y que pretenden atraer hacia nuestros comercios de lujo (el «nuestros» es una manera de decir) a los ciudadanos lujosos de China, Rusia y –por supuesto– Qatar. El mundo del lujo no ha notado la crisis, y eso es bueno porque, por un lado, se mueve el mercado y el consumo, y, por el otro, vuelve a aparecer una vieja clase social que nos decían que estaba extinguida, como el Dodo, esa ave mítica. Y de ahí a la lucha de clases, un paso. Cuando el sistema se desequilibra demasiado acaban por asaltar el palacio de invierno o tomar la Bastilla. El lujo es lo que tiene.

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