lunes, 11 de julio de 2011

La vida es una vuelta ciclista

Diario de Pontevedra. 06/07/2011 - J. A. Xesteira
La semana pasada comenzó mi deporte favorito, el Tour de Francia, un espectáculo que se puede ver a la hora de los documentales de la Dos, porque, en realidad, es un documental de vida salvaje o de la naturaleza. El ciclismo es adecuado para poderlo ver alternando con quebrantos de siesta, porque si la etapa es aburrida y en línea, como cuando el documental nos ofrece bancos de sardinas o la pereza de los leones del Serengheti, el habitante del sofá que soy yo puede echarse una pequeña siesta, justo hasta que llegue el sprint final, que es cuando la leona le echa la zarpa a la pata del ñu o de la gacela. El ciclismo es deporte largo, impredecible, sujeto a variaciones ajenas a la misma carrera: un viento de costado, un corte por una caída, la escapada en solitario, la pájara pinta, el tipo que se mete delante del escalador en el tramo final... Todo eso lo vemos con la precisión del zoólogo con la cámara en el landrover del parque nacional o la del buceador debajo justo de la manta raya. Me gusta el ciclismo, seguramente porque soy poco aficionado al deporte y no me conmueven colores de fútbol ni me entero muy bien de las vueltas de los pilotos de motos y coches, a los que confundo y los que no le puedo poner rostro. En el ciclismo vemos incluso la gota de sudor del tipo que se rompe los riñones encima de un sillín que le parte el culo. Claro que el ciclismo, sin la televisión, sin la cámara de esos tipos magníficos que van colgados de una moto para hacer esas tomas a tumba abierta en los descensos de los puertos, no sería nada. El ciclismo existe porque existe la televisión. Le sucede lo mismo que a los políticos, con la diferencia de que los ciclistas sudan y se ganan sus minutos de espectáculo por su propio esfuerzo, los políticos, simplemente porque pasaban por allí. Los políticos y los ciclistas no se pueden ver en directo; si usted vio alguna carrera ciclista sabe como es: media hora de espera y tres segundos para ver pasar un muro de colorines; si votó alguna vez, también sabe como es: tres segundos para echar una papeleta y cuatro años para ver pasar la serpiente multicolor. Son cosas que se ven mejor en televisión, porque la tele enfoca el detalle y, además, tiene un mando que puede cambiar de imagen. Hubo un tiempo en el que sabíamos de la existencia de las cosas por lo que se escribía, después lo supimos por lo que se oía, y ahora solamente porque aparece en la pantalla. Las guerras fueron, primero, fotografiadas, y sabíamos del desembarco en Normandía por las fotos de Capa, y después supimos de Vietnam por las revistas a todo color y por las primeras televisiones; después asistimos a unas guerras en directo, pero ya no veíamos nada, sólo luces en la noche que nos decían que eran bombas voladoras. Y ahora ya no hay guerras que filmar, cuando existen todos los medios para hacerlo al instante. Hay guerras que no existen, aunque cada día mueran docenas de personas en África, hay guerras de las que sólo vemos a las fuerzas aliadas felicitadas por ministros o presidentes o metidas en ataúdes, nada más. Nos enseñan de la guerra lo que les parece bueno para la salud social; como si de la vuelta ciclista sólo nos enseñaran el coche de los directores de equipo y el podio con las guapas muchachas con ramos de flores. Hubo un tiempo en que, para ser alguien había que salir en el Larousse, como decía aquel personaje de la novela de Carpentier: “¿Figura usted en el Pequeño Larousse? ¿No?... Pues entonces está jodido”. Pero hoy, para existir, ya no vale con aparecer en un diccionario por orden alfabético, hay que tener presencia virtual, hay que estar en imagen en el mundo virtual, que es el más real que existe ahora. Nunca hemos visto a Contador en persona, ni a Armstrong, ni a Zapatero, ni a Paris Hilton (bueno, seguramente habrá gente que si los han visto y hablado, pero no hay necesidad de ello para saber que existen) pero los hemos visto hablar, sudar, pedalear, reír o ponerse serios, y los hemos visto delante de nuestro sofá. ¿Qué mayor evidencia que esa? Los seres que pueblan las televisiones ya han dado otro paso más allá de la enciclopedia, aparecen ya en las redes sociales, desde donde se dirigen al mundo entero para dejar su mensaje y su imagen. Por el momento (la velocidad de cambio en el mundo digital es enorme) los que antes tenían que estar en el Larousse ahora tienen que estar en ese ciberespacio que se nos abre en la ventana del ordenador. Comenzó por MySpace, que era más un foro para que los grupos de hip-hop, de “indie” o pop más o menos moderno dejasen sus maquetas, filmadas con el móvil y grabadas con un programa elemental de ordenador, era su salto a la fama y, si tenían suerte, alguien podía verles y los fichaba para llevarlos a la fama que siempre tarda en llegar. Después llegó, arrasando con todo, Facebook, que es como una reunión de antiguos alumnos a nivel universal, en donde la privacidad es un tema poco valorado. Y, por encima Twitter, que es donde los intelectuales dejan sus pequeñas paridas pseudo cultas, y donde los políticos dejan sus mensajes para salvar al mundo o al municipio. Ahí mismo acaba de dejar el Papa un mensaje “urbi et orbe”, pero de verdad; lástima que lo que escribió fuera una tontería com o aquel que pinta la puerta del wáter del colegio con una frase producto del aburrimiento. Ya sólo existimos en la imagen virtual, en el sonido surround, en los ordenadores y las tabletas, en la pantalla de los teléfonos, cada vez menos teléfonos y cada vez más artefactos polivalentes. La realidad es lo virtual, e, incluso, la irrealidad de los juegos de ordenador, que sabemos que son muñecos, tienen tal poder real que llegará un momento en que los jugadores no distingan si lo que matan es la imagen de la pantalla o un ciudadano que pasaba por ahí y se convirtió en daño colateral. A fin de cuentas, la vida ya no es más que una carrera ciclista que sale en las pantallas mientras echamos la siesta de verano.

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