jueves, 21 de julio de 2011

Uniformes y vanidades

Diario de Pontevedra. 20/07/2011 - J.A. Xesteira
Aestas alturas del verano ya deberíamos andar con la barriga al sol, barnizados con la agradable preocupación tropical del dulce hacer nada, con el ánimo dispuesto a disfrutar de los tópicos veraniegos, las sardinas, las terrazas, las gafas de sol, el bronceador, las vacaciones (más restringidas, eso sí, que la economía no está para viajes exóticos), la canción de Georgie Dan (un mito) y todas esas cosas que nos cambian el espíritu. Por supuesto, a estas alturas ya deberíamos tener a los políticos y su mundo, ese que nos martiriza desde los medios de comunicación y que tenemos que soportar durante todo el año, en sus vacaciones, sin dar la vara. Pero, quizás por el nunca bien reconocido cambio climático, atravesamos un verano de mierda, con temperaturas de otoño retorcido y con sus consecuencias: las playas vacías (salvo los que se han impuesto la penitencia sanitaria de caminar porque es bueno) y los centros comerciales, llenos. Los veraneantes, esa especie migratoria proveniente del interior, anda como alma en pena, disfrutando de la comida y lo barata que es aquí (otro tópico veraniego). Esto no es verano ni cosa que se le parezca; los que saben del tiempo apuestan porque el verano vendrá en setiembre. Pero para entonces ya no nos importará, porque la vida y sus ciclos ya se reanudan: las escuelas, el regreso de todas las vacaciones, y, sobre todo, la vida política, que tendría que estar veraneando, igual que los osos se meten en su madriguera durante el invierno, más que nada para no molestar. A estas alturas del año los artículos periodísticos también tendrían que ser ligeros, cerveceros, frescos, en lugar de lo habitual en los periódicos, de crisis y grandes estrategias políticas. Y así estamos, con los políticos trabajando en Europa para que no se hunda el tinglado, y en España en una partida de pimpón, entre elecciones anticipadas o no elecciones anticipadas. Todo va a contrapié, y nada se ajusta al guión. Las minas políticas antipersona estallan por todas partes: un senador canario en un bar de Madrid, unas facturas de más en el territorio de Cospedal, un acto-mitin de cualquier padre de la patria en cualquier parte y, sobre todo, el juicio de la trama Gürtel y los trajes de Francisco Camps, un tema interesante desde el punto de vista psicosociológico. Aunque el asunto de fondo tenga más que ver con la política y la corrupción paralela que se vislumbra más allá de los trajes, en la forma revela dos condiciones de los seres humanos: una, la tendencia a la uniformidad y otra, la vanidad, que traiciona al más pinturero. Camps es vanidoso, se le nota en sus comparecencias y en sus fotos, se gusta y compone su atuendo de manera parecida a los modelos de pasarela. En ello no hay nada reprobable desde el punto de vista social o político, es un presumido, pues bueno, no pasa de ser un defecto menor. Pero quizás por ello admitió el soborno en forma de trajes, elegantes, caros, bien cortados, con solapas Napoli y plastrón de dos botones (esto lo aprendí de los periódicos, mi conocimiento sobre ropa es muy deficiente) y ahora se ve en el banquillo por su pecado de vanidad, junto con otros amigos también vanidosos. Pero en su caso hay otro componente, que es la necesidad de ir uniformado, de ir “vestido de político”. Si ustedes conocieron a algún político antes de salir en los medios que les dan fama (convengamos que cualquier padre de la patria es un concejal venido a más) recordarán que antes vestían más normalito, menos oficial; es cuando se accede a los parlamentos, cuando se llega a salir en las fotos de primera página cuando se transforman y se uniforman, y ese uniforme va por partidos, se organiza en torno a una idea, a un color de corbata, a lo que se lleva en cada momento. Los que hicimos la mili y tuvimos que llevar un uniforme sabemos lo que es ajustarse a las ordenanzas; en mi caso me tocó vestir el uniforme de Infantería de Marina, con el que parecía el Sargento Peppers y su Club de los Corazones Solitarios; tenía que llevar el pelo cortado de una cierta medida y el bigote ajustado al reglamento. Desconozco si la clase política tiene sus asesores de trajes y colores, pero el resultado suena como si los tuviera. Van de uniforme, que es un punto parecido a jefe de planta de grandes almacenes o de ejecutivo de gran empresa. Es lógico, dentro del uniforme te sientes arropado por los tuyos, eres “del cuerpo”, incluso puedes entenderte con los enemigos naturales, fuera del escenario parlamentario o del escenario mediático, porque ellos también visten tu mismo uniforme. Les es más difícil entenderse con, por ejemplo, los del 11-M, los del sector naval, los parados, porque visten distintos uniformes. Viene n a ser como los indios sioux, que van de colorines a su bola, y el Séptimo de Caballería, que van todos de azul y con corneta. A Francisco Camps le extraña que le juzguen por una cosa tan menor como aceptar unos uniformes, y se le nota, se le ve como preocupado más por el hecho de no entender que un político vanidoso tiene que vestir con la elegancia que se le supone y, además, con el respaldo de los votos populares. Porque cree que lo han votado por su aspecto físico (en realidad, aquí sólo se vota por el aspecto y por una cuarta dimensión impredecible). Por sus fotografías y sus intervenciones en televisión, es lo que se saca en conclusión. Es un hombre que entiende la democracia y la sastrería como un todo, como una de las bellas artes. Y eso no está tipificado como delito. Lo otro si, me refiero a lo del soborno (cohecho impropio), y por eso lo van a juzgar. No sé si lo condenarán o no, pero si lo condenan, se dará cuenta de que los votos son variables, como el verano, que ese gran respaldo electoral que esgrime como argumento, no sirve. Votaron a su elegancia, al modelo, y de la misma manera, pueden cambiar el voto. A fin de cuenta hay historia escrita sobre el cambio de chaqueta de un pueblo entero de la noche a la mañana. Una noche, Italia se acostó fascista, y a la mañana siguiente recibió al ejército americano como auténtica demócrata. Es un cambio de chaqueta, que es también una cuestión de sastres.

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