jueves, 12 de mayo de 2011

El alcalde necesario

Diario de Pontevedra. 11/05/2011 - J.A.Xesteira
Dentro de unos días elegiré al alcalde de mi pueblo. Es un decir, simplemente votaré a favor de uno de los candidatos. Los conozco a todos, es lo que tiene vivir en un pueblo. Eso es, básicamente lo que va a pasar el día 22 en Galicia. En otras comunidades eligen, además al presidente de un gobierno autónomo. No hay más, por lo menos sobre la teoría. En la práctica todo se ha convertido en un circo de partidos y acusaciones variadas con vistas a poseer el poder que se jugará dentro de un año. Un hecho tan simple y democrático como la renovación de personas públicas se convierte en una lucha de esperpentos, una confrontación casi infantil de ver quien la tiene más grande y acusar al contrario de una amplia variedad de delitos. El caso es que con todo esto, soy reacio desde hace años a tener que escribir (materia casi obligada) de las elecciones, en cuanto estas se presentan en las paredes y en los periódicos. Es un tema al que recurrimos todos los que llenamos un espacio de comentarios en prensa. Y, la verdad, me aburre volver una y otra vez al mismo juego de mediocridades sacando pecho como auténticos gladiadores de las libertades, las mismas acusaciones del “y tú, más” de siempre, la misma propaganda que atonta a la masa, convenciéndola de que todos los males son obra de fulano o mengano. El circo se mueve otra vez, coloca sus carteles en las vallas, en los postes, en las paredes, y desde ellos nos sonríen caras que conocemos en muchos casos y que no tienen nada que ver con esos indigestos eslóganes con que nos tratan de convencer de que ellos son los indicados para gobernarnos. Entran en campaña haciendo cosas que nunca harían si no estuviera dentro de un guión ya establecido: besan a niños con mocos como si fueran sus hijos; van al mercado como si fueran habituales en la compra de la faneca; reparten folletos en las calles como si fueran parados que anuncian “Compro Oro”; se desabrochan los dos botones de arriba de la camisa (sin corbata) para subirse a un escenario como si fueran estrellas del rock, entre banderitas de su partido; se muestran en las televisiones con vídeos grabados por sus cámaras, como el reportaje de una boda, que muestra el lado bueno de la novia; dicen frases ingeniosas en los periódicos, previo filtro del cuestionario que hay que mandarles, porque no se arriesgan a un directo ni a una entrevista periodística de verdad. En suma, es el mismo espectáculo que tratan de vender desde hace años como democracia, pero que no es esto. Por eso me resisto cada vez más a volver a escribir de las elecciones, como una obligación impuesta, como aquel ejercicio de redacción sobre la primavera que cada año nos ponían en la escuela como deber para casa. El sistema democrático flojea, cojea y renquea. Conviene cambiarlo desde hace años. Quizás nació con demasiada debilidad, un poco por la derecha de aquel entonces, que se subió al carro porque no quedaba otro remedio (Franco no era eterno, se comprobó, pero alguno de sus ministros pasó directamente a la senda constitucional), otro poco por la izquierda de aquel entonces, que cedió y siguió cediendo todo lo que había conseguido en la clandestinidad. Son los polvos que seguramente traen ahora los lodos de un sistema electoral defectuoso, en una sociedad claramente capitalista neoliberal, en un estado dependiente de Europa y sus problemas. El sistema y sus leyes democráticas reduce las elecciones a una liga con dos superequipos, con finanzas poco claras, poco controladas fiscalmente y que generalmente acaba en deudas condonadas. Existe una desigualdad clara de salida, los ricos ganan, los pobres hacen lo que pueden. Una vez en juego, todos pierden el pudor, anuncian soluciones para problemas que arrastramos desde los reyes católicos (o, como solemos decir en Galicia, desde “o tempo dos mouros”); se miente descaradamente y sin empacho sobre cualquier asunto, sobre las decisiones del Tribunal Constitucional (ese “respetamos y acatamos” que siempre suele salir cuando no les gusta nada la decisión judicial no es más que una expresión hipócrita con derecho a pataleo); se miente y se repite la mentira para que cale sobre la opinión pública, una opinión adormecida, poco razonable y crítica, que ya no piensa por cabeza propia. Por eso me resisto (sin remedio) a volver otra vez a escribir sobre las elecciones, aunque sean para alcaldes. Nos esperan unos días en los que se van a ver pocas cosas dignas de aplauso. No hay más que descalificaciones y pocas ideas. Desde hace años se instaló la noción del regidor gestor. No político. Se ofrecen al consenso popular como buenos gestores, y lo venden como si eso fuera bueno. Y no. Los gestores se contratan, y los hay muy buenos, pero los regidores se eligen, tienen que ser políticos, llevar a la práctica sus ideas para beneficio de todos, para mejorar los pueblos más allá de la pura obra pública, más allá de la inauguración con placa en la pared, más allá de la promesa del “vamos a hacer...”, más allá de la promesa retórica de que “nosotros somos honrados, no como ellos...”, que no es más que una obviedad innecesaria. Nos esperan tiempos en los que nos vamos a empachar del espectáculo itinerante de los políticos, con el horizonte del 2012 a la vuelta de la esquina. Me resisto una vez más a tener que hablar de unas elecciones tan simples que consisten en que elija de entre unos cuantos vecinos míos, a los que conozco, al alcalde de mi pueblo. Aunque parezca que en realidad se elige el destino de nuestra democracia. Si hace unas semanas hablaba de una película española con alcalde de Berlanga, me van a permitir que cite otra película española ya mítica, “Amanece, que no es poco”, en la que el pueblo elige democráticamente no sólo al edil, sino también al cura, a la puta, al maestro y a seis adúlteras. Si les parece surrealista es que no han visto la actual campaña con los mismos ojos. De hacerlo saldrían a la calle y dirían la frase de la película: “Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario”. Pues claro que sí.

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