J.A.Xesteira
Acabo de estar en Grecia y he visto el futuro. Creía que el viajero que iba a Grecia lo hacía para reencontrarse con el pasado, con el origen de la cultura, la democracia, el arte, la poesía dramática, el teatro, los dioses, los héroes, el rey Agamenón, el dios Apolo, Melina Mercouri, las mil versiones de Hércules, Zorba bailando sirtaki, los mármoles de la Acrópolis, las Termópilas de Leonidas (“Viajero, si vas a Esparta….), el mar de Ulises y de Kavafis (Viajero, cuando emprendas el viaje a Ítaca…) y todos los santuarios olímpicos, délficos o micénicos. Fui y no encontré la antigüedad en los paisajes griegos, campos con piedras tiradas en lo que fue el pasado de oro de la cultura, los juegos olímpicos, los hospitales de Esculapio y los oráculos antiguos; el resto está guardado en los museos, mármoles y bronces, cerámicas y pinturas. El pasado está dentro, fuera quedan los solares, los descampados del pasado, las ruinas ocupadas por árboles. En los museos guardan los griegos su pasado, seguramente para que no se lo roben los ingleses y alemanes y se lo lleven a sus museos, o se lo destruyan los fascistas italianos y los nazis alemanes porque sí, porque eran enemigos.
En la calle, sin embargo, encontré el futuro, nuestro futuro, quiero decir, que ya es el presente griego, un país tomado como experimento del capitalismo rampante. Conocí Atenas hace años, una ciudad bulliciosa, con turistas y gentes en las terrazas de los cafés, charlando, música de buzukis, mesas en las tabernas bajo los plátanos de las plazas y una vida parecida a la de los portugueses o españoles, a fin de cuentas todos comemos pulpo y sardinas. Me encuentro ahora con un país post-Troika, porst-crisis, post-mortem. El futuro. Nuestro próximo futuro. La mayor parte de las tiendas atenienses han cerrado, da igual lo que vendieran, han cerrado porque la gente ya no tiene dinero para comprar ni cosas básicas ni cosas superfluas, de sociedad de consumo han pasado a sociedad sierva del capitalismo feroz. La ciudad presenta la descarnadura de numerosos edificios que levantaron plantas sobre plantas en la época feliz y quedaron a medias, en el esqueleto arquitectónico de encofrados a la intemperie; los comercios echaron el cierre y ahora solo sirven para que peguen carteles de protesta, de anuncios de compraventas, de sex shop, de todo lo que pueda leer una ciudadania que camina sin rumbo. Grandes edificios que un día fueron oficinas lucen la dentadura mellada de ventanas con cristales rotos y la desaparición de los aparatos de aire acondicionado. Las calles centrales están llenas de turistas y de gente joven sin un plan determinado. Los precios son caros para el viajero medio que un día disfrutaba bebiendo un café frappé en Monastiraki viendo pasar a los griegos con su rosario komboloi en la mano. Cuando hablas con alguien te confiesa que su sueldo de funcionario se ha reducido a la mitad, que tiene que mantener a su padre al que le han quitado la pensión y que nadie llega a fin de mes. La depauperación (le siguen llamando crisis) se palpa. El que puede, emigra, los que se quedan se reúnen para manifestarse ante unos policías a los que se ve en la calle con escaso ánimo combativo (también su sueldo ha sido reducido), el salario mínimo es ya pasado, el presente es un drama económico y ese es el futuro, nuestro futuro. Casi todo el panorama viene pintado en una novela de Petros Márkaris (que llevo para leer en el viaje y ponerme en ambiente) y que comienza con el suicido de cuatro ancianas “para no ser una carga para el Estado”; Márkaris utiliza a su personaje, el comisario Jaritos para explicarme lo que estoy viendo: “La gente ha tirado la toalla y ha caído en el fatalismo; ¿se acuerda de aquella consigna electoral: Para un futuro mejor? Ahora le hemos dado la vuelta: Para un futuro aún peor” Los autobuses están llenos de gentes serias mirando en sus móviles si queda alguna esperanza; los vigilantes de los museos miran al infinito, aburridos e indiferentes (podría llevarme el Poseidón, si fuera más pequeño, y estoy seguro que no moverían un dedo). El país está vendido, el aeropuerto ateniense es alemán, los trenes son franceses.
El Capitalismo ha convertido un bello y alegre país en una tragedia griega. Salgo de Atenas hacia el Peloponeso y veo uno de los síntomas de la mano del capitalismo: la colza. La he visto en otros países; donde antes había praderas y cultivos tradicionales, ahora son grandes extensiones de un amarillo intenso. La colza, como la soja, requiere grandes extensiones, su utilización es como forraje y (¡ojo!) como biodiésel. Toda la colza está en poder de grandes compañías transnacionales controladas por firmas desconocidas; cuando hacen falta territorios los compran a particulares empobrecidos previamente gracias a una crisis artificial, se compran terrenos que antes daban patatas, algodón o maíz y se planta colza, una producción muy barata.
La Troika, la tríada financiera formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, tres organismos que tienen el siniestro honor de tener a varios de sus presidentes en la cárcel, actúa como el bombero incendiario: primero estrangula a un país, impone la política financiera y realiza la supervisión y aplicación de los llamados programas de consolidación fiscal; a cambio el país que lo necesite recibirá financiación. Si no obedece no obtendrá financiación. El país financiado quedará intervenido, seguirá sus directrices y pierde su independencia política. En España se empiezan a oir voces de posible crisis; cuando vean grandes campos de colza, échense a temblar.
Regreso de mi viaje al futuro justo el día en que empieza la campaña electoral, una campaña que empezó hace casi un siglo. Los candidatos ofrecen un discurso confuso con la intención de ganar y gobernar, no hablan del futuro porque no lo conocen. Yo lo he visto, es como el futuro que describía Leonard Cohen, otro que amaba a Grecia y vivió largo tiempo en sus islas donde compuso bellas canciones: “He visto el futuro, hermano, es un crimen”.
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