lunes, 22 de octubre de 2018

El arte enmascarado

J.A.Xesteira
La frase de que la naturaleza imita al arte no deja de ser una buena frase para lucirse sin que a nadie se le ocurra meditar sobre ella. La naturaleza no imita a nadie, el arte se imita a sí mismo y cuando se pone en contacto con el dinero entonces puede pasar cualquier cosa. Sostenía hace unos meses que en aquel momento había más arte, a mi modestísima manera de entender, en una tienda de Norma Cómics o en una pared “graffiteada" que en la mayor parte de los centros de arte contemporáneos, Guggenhein incluido, en los que se ve más habilidad para convencer a los que ponen la pasta que de aquello (lo que se se ponga dentro, sea instalación, “performance” o concepto conceptual) es arte, que puede que lo sea o puede que no. La gran prueba: la del misterioso Banksy y su marco destructor de obras maestras. No sé las intenciones del oculto artista que pinta paredes y no cobra millones por ello, pero posiblemente quiera darle en los morros a una sociedad gilipollas que es capaz de pagar un millón de euros por un dibujo que el propio autor va y destruye. El arte y el dinero son un matrimonio o pareja de hecho, que se sostienen uno al otro. Los antiguos pintores tenían que hacer sus obras maestras para reyes, nobles o la Iglesia, que eran los que se podían permitir el lujo de tener un Tiziano, un Velazquez o una Capilla Sixtina. Los genios como Goya tuvieron que pintar a reyes imbéciles (“Deseados” por el pueblo, que siempre la caga con los gobernantes deseados) y a duquesas de alba para poder después pintar fusilamientos y esperpentos; como la industria de la pornografía estaba poco desarrollada, de vez en cuando pintaban mujeres desnudas mirándose al espejo, tumbadas en el catre o naciendo de una concha, para regodeo de reyes y cardenales muy cristianos y piadosos todos ellos. Pero el siglo XX cambió la cosa, y los genios ya no tuvieron grandes mecenas que les amparasen, se tenían que buscar las finanzas por su cuenta, y en ese momento nació el marchante y el habilidoso autor, que podía –o no– ser capaz de convencer a alguien de que aquello que pintarrajeaba valía un dinero. Hay suficiente literatura en la que los malditos de su tiempo, aquellos Modigliani o Van Gogh, que vendieron obras maestras por un vaso de aguardiente (Modigliani) o no vendieron nada en su vida (Van Gogh) fueron en su momento unos parias. ¿En que momento pasaron a ser genios? Cuando a los grandes estrategas de la economía se les dio por ello. Su genialidad ya estaba en el arte de su pobreza, pero ellos no fueron capaces de vivir de ello; les faltó esa dimensión negociante que les sobró a otros. El ejemplo más actual sería el de Andy Warhol, un inexistente artista, un cantamañanas capaz de colocarle a dios-y-a-su-madre (una expresión coloquial corriente en Galicia, que significa a todo el mundo, ruego a los cristianos que no se ofendan, no se refiere a su dios) unas cuantas fotocopias coloreadas, y decir que aquello era arte; después vinieron unos expertos bien pagados y dijeron que no sólo era arte, sino que era Pop-Art. Siempre fui seguidor y amante del por-art, del de verdad, del de Lietchenstein y otros, el arte-popular, como lo definieron, que coincidió con un gran movimiento cultural americano, en el que se encuadró, junto con la musica rock y psicodélica, en la edad de oro del hippismo, donde había arte en los escenarios, en las capas de los discos, en los carteles, eso si era arte, lo de Warhol una habilidad comercial muy respetable, pero puro papanatismo. Los genios no iban por ahí, y aunque un gran vendedor de libros acabe de decir que Picasso cobró sus buenos dineros por su Guernica, como restándole méritos, no dice nada raro, porque Picasso vivía de vender sus obras, igual que el escritor famoso, la diferencia está en que Picasso era un genio.
Todo este rollo llegaba hasta lo de Banksy, un terrorista inofensivo, el hombre misterioso que acaba de decir que el emperador está en pelota picada y que no hay crítico ni experto de firma reconocida que lo diga. Su acción de triturar su obra al rematar la subasta de 1,2 millones de euros ha puesto al arte moderno y, sobre todo, a los grandes especuladores de arte, en una posición conocida como “a culo pajarero”. Banksy, que como otros muchos es auténtico pop-art, es un anónimo que viene a rescatarnos de la mediocridad rimbombante de docenas de artistas, que encuentran en la incultura de los políticos que manejan las cuentas de la cultura, un terreno abonado para perpetuar un sistema económico y, al mismo tiempo, social y político. Todo va junto, aquí no hay islas independientes, todo depende de todo.
El acto “terrorista” de Banksy, seguramente compinchado con la galería Sothesby, nos recuerda a los héroes del cómic, aquellos enmascarados que defendían a los oprimidos, a los débiles contra las injusticias. Los héroes con antifaz y caballo de fina estampa siguen siendo en los cómics el paradigma de la justicia, y, en estos tiempos que corren, en los que la justicia es material de escaso aprecio por la ciudadanía, que duda y desconfía del sistema judicial, de las leyes y de quienes las aplican, las acciones de los justicieros inofensivos ponen en tela de juicio al mundo entero. No es gratuito que un personaje de cómic, el Anonymous de “V de Vendeta”, literatura popular (y película de mito) sea la cara invisible de todos los que organizan “terrorismos” pacíficos que sólo ponen en entredicho a los salvadores de las patrias variadas. El arte está en las calles y la literatura está en los cómics, donde hay auténticas historias (hace unos meses alabé la obra de Rubín, Gran Hotel Abismo, interesante como arte, como literatura y, mejor aún, como ensayo de la precariedad del sistema). El arte que puede salvarnos de nuestra estupidez social gusta más de la clandestinidad que de los grandes espacios públicos.

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