viernes, 17 de agosto de 2018

Reflexioners charangueras

JA.Xesteira
Los caminos de la mente son impredecibles, como los atajos de los peregrinos que acaban a veces en corredoiras imprevistas. Pensamos en churrasco y acabamos en el existencialismo más profundo, por poner casos. La divagación: estaba yo paseando por la Pontevedra de siempre cuando aparece desde el fondo de las viejas calles una charanga (como en la canción aquella de Juan Pardo); en la plaza por donde pasaba había gente en una terraza y poca cosa más; la charanga, que se llamaba OT, se instaló en rueda sonora y comenzó a tocar pequeñas piezas, conocidas, nuevas y viejas, con un característico ritmo balcánico que invitaba a moverse al compás; al rato la plaza era un  hervidero de gente bailando y siguiendo el ritmo contagioso de los chavales charangueros; de repente, la plaza estaba viva al son de los metales y la percusión; había alegría y había algo que muchas veces dejamos a un lado cuando nos ponemos trascendentales: fiesta. No era la primera vez que me encontraba con una charanga en las calles y plazas de la villa; hace unos domingos tocaba una famosa charanga, la Taquicardia, en la que tengo varios amigos, músicos interesantes, famosos en Youtube por acompañar una procesión en Lugo a los sones (procesionales, eso si) del himno anarquista “¡A las barricadas!” y la música de la serie de televisión El Coche Fantástico. Me sentía a gusto viendo aquella fiesta improvisada y viva, y, de pronto (una cosa me lleva a la otra) me hice la reflexión del contraste con las fiesta del santo del pueblo y la aldea, convertidas en un espectáculo para apapahostiados contemplando un número entre el peor show televisivo (ejemplos enxebres los tenemos a mano) y un circo sin gracia. Y ahí me paré a pensar: ¿en que momento de nuestra historia la fiesta pasó de ser una fiesta, para convertirse en un espectáculo para pasmados?.
Hagamos una minihistoria. La fiesta o romería surge en torno a dos cosas: el santo patrono (o la virgen patrona) y la papatoria; la procesión y la comida; el fervor casi fetichista a una imagen y el fervor evidente a los derivados del cerdo y productos de la mar. Con esos ingredientges debió surgir en un primer momento la música de unos gaiteiros en tiempos en que la música era para bailar. La evolución debió pasar por ampliar la base de gaita-bombo-tamboril a murga y de ahí a charanga, para acabar, a principios y mediados del siglo pasado en una orquesta con metales que poco a poco iba creciendo. Cabría hacer una parada para significar la importancia de las orquestas gallegas del último medio siglo, un compendio de instrumentistas (veinte profesores, anunciaban) que se adelantaban a su tiempo con músicas tropicales que después descubrieron los catalanes y le llamaron salsa. Pero esa es otras historia sin memoria. La tecnología fue el motivo del cambio; desde los altavoces de lata atados a los postes y un par de micrófonos para el vocalista y su dúo, hasta las grandes mesas de mezclas y las toneladas de wattios de potencia, hubo un camino muy breve. Por ahí entraron los instrumentos eléctricos y las orquestas se redujeron, se hacía el mismo barullo bailable y eran menos a repartir. Las fiestas llamadas populares dejaron paso a unos espectáculos en el que se rivalizaba en ver quien tenía el trailer más grande; luz, nubes de humo y bailarines, música sospechosa de estar enlatada y un cachet que crecía en proporción a los camiones. El resto es crónica para el primero que haga una historia de las fiestas patronales, con el añadido del dinero negro con el que se pagaban fiestas, dinero recogido entre los de la parroquia por una comisión voluntariosa que no tenía ni capacidad de contrato ni nif ni era una asociación legalmente constituida. Las fiestas cambiaron como la vida y el esquema se mantiene en la misma estructura de hace casi un siglo. Los romeros y vecinos que se gastan su dinero en procesiones, bombas de palenque y orquestas grandiosas, ya no bailan, contemplan un espectáculo parecido al de las televisiones, con pantallas en la que tras el ritmo reguetón se proyectan anuncios publicitarios. Y allí, delante, como papanes en día de fiesta, estamos todos mirando como monicrecos inmóviles.
¿En qué momento nos convertimos de ser la fiesta a ser los que miran la fiesta? ¿Cuándo hemos pasado de bailar en libertad a estar atados a un espectáculo caro e inútil? No lo sé (allá expertos) pero posiblemente al mismo tiempo en que nos convencimos de que éramos modernos, demócratas, listos, que todos teníamos nuestros derechos que reclamar (no así las obligaciones   que siempre las escondimos, no fuera a ser que nos cobraran por ellas).
Posiblemente fue al mismo tiempo en que cambiamos las antiguas orquestas por las nuevas, sin pensar en que las nuevas, en lugar de traer bailes nuevos nos trajeron espectáculos contemplativos, shows para pasmones. Cuando pudimos ser libres, votar y elegir a los nuevos músicos, nos sentamos a contemplar a unos políticos nuevos que tocan una música pero no nos dejan bailarla, solo verla, mientras ellos se lucen en el escenario gigante, con luces de televisiónes variadas, cantando canciones que son la misma, disfrazada, y con toda la tecnología puntera para hacernos creer que todo es para nuestro bien. En ese momento en que aceptamos ser simplemente espectadores de la vida de este país es cuando la cagamos. Sólo somos mirones, papamoscas delante de nuestros representantes espectaculares, desde el rey (de España, no del mambo) hasta el último politiquillo que vive de la misma canción. Creimos que la democracia funcionaba sola y en lugar de participar de forma actriva nos dedicamos a contemplar como unos malos cantantes y unos músicos desafinados convertían la democracia en un show caro e inmpotente. Fue en ese momento en que nos convertimos a la fe, aceptamos el dogma democrático sin bailar; pero la fe y el dogma no son más que sistemas para pensar con la cabeza prestada. Tenemos que volver a la música de charangas, aunque toquen anarquismos en procesiones. Volver a bailar y dejarnos de ver el espectáculo como apampirolados.

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