viernes, 3 de noviembre de 2017

Una tarde (noche) en urgencias

J.A.Xesteira
Los Hermanos Marx pasaban, para bien de todos sus admiradores, una noche en la ópera, otra noche en Casablanca, un día en las carreras o una tarde en el circo. Eran jornadas llenas de gente y barullo. Por causas fáciles de explicar pero que no vienen al caso, tuve que pasar una tarde-noche en urgencias de un gran hospital, un lugar lleno de gente y barullo, pero muy poco “marxista”, porque ahí la cosa no tiene gracia y los protagonistas no están en una comedia. Es, no obstante, una experiencia por la que deberían pasar todos los que nunca pasan por una sala de urgencias pero que presumen de lo bien que está todo. Por ejemplo, el rey Felipe; no le vamos a pedir que guarde cola cuando le duela la barriga –la monarquía siempre funciona por lo privado–, pero sí sería un puntazo que en vez de estrechar la mano de los jeques de los emiratos, se acercara a saludar a los ciudadanos, que se amontonan agarrando sus dolores como pueden, y a los profesionales de la sanidad, que trabajan a destajo para aliviar los dolores que vienen prendidos con el volante y la tarjeta sanitaria. También los políticos, que presumen en las inauguraciones y en las estadísticas (dos lugares en los que se suele mentir); aunque, bien mirado, quizás estos no debieran pasar por ahí, por si acaso.
Allí la gente se desespera. Sabe perfectamente que los trabajadores sanitarios, desde el jefe del departamento hasta la mujer que pasa la mopa son impotentes de achicar la aglomeración de enfermos y familiares que se apiñan en el espacio de espera, entre ayes de gentes en camilla y el reparto indiscriminado de toses con virus recientes. Allí estaba yo, en una tarde que, según se podía comprobar, la cosa iba a ser multitudinaria. El mal, cuando llega, es democrático y se reparte mejor que los presupuestos públicos. Mientras el tiempo pasa muy lentamente, como si flotara, una vez que pasamos el primer filtro que indica si somos mortales o veniales.
Decido en la espera ir a tomar un café. Pregunto por dónde se va y me aconsejan que salga a la calle, dé la vuelta al edificio y camine; por el interior me perdería (me siento como Pulgarcito en el bosque). Una de las personas más recordadas entre los usuarios (posiblemente también entre los profesionales) es la madre del que diseñó el edificio; un lugar engendrado a Mayor Gloria del Político, en la época en la que había barra libre para disparatar. El interior es un laberinto con (me dicen) muchas zonas sin utilizar y con largos pasillos como una película de Antonioni. Camino bordeando el mamotreto. Cuando llevo andada la mitad de mi recorrido ya hice méritos y kilómetros suficientes para que me sellen la Compostelana. Al final llego a la cafetería. El café, por lo menos, es decente.
A mi regreso la gente sigue desesperándose y yo meto la oreja en las conversaciones que, inevitablemente, surgen como debate en todas las salas de espera. En un corro, una señora comenta que hace falta más personal (¡claro, para otras cosas hay dinero! es el obligado colofón) y otro, que la enfermera le puso mala cara (claro, es que a lo peor está al desborde del ataque de nervios, hay que entenderlo). La cosa, sin embargo, se atenúa con los teléfonos. Raro es el que no está fuchicando en la pantallita o hablando (la señora a mi lado lleva tres cuartos de hora hablando con Matilde del viaje que hizo con el Imserso), se envían guasáps, se enseñan fotos, se teclea, se ven las noticias. Entra un obrero con la funda manchada de pintura y la cabeza manchada de sangre; un peregrino en camilla y anorak, lleva dos mochilas y el saco de dormir; hay varias personas en sillas de ruedas con tubitos de oxígeno en las narices y una resignada paciencia en la mirada; hay varias mujeres muy ancianas en las camillas, como durmiendo, con personas a su lado tomándoles la mano o mostrándole cariño; y muchos más inclasificables que intento adivinar, por pasar el tiempo, como es su vida. Y familiares, muchos familiares que acompañan y pierden la mirada a las dos horas de estar allí. Por un momento tengo la sensación de que la anciana en una camilla, sola, está muerta, pero no, de vez en cuando se le escapa un leve quejido que certifica su existencia.
Poco a poco avanzamos por un camino protocolario hacia el diagnóstico. Pasamos a otra dependencia, se hacen análisis (todos le llaman, erróneamente, “analíticas”) y radiografías. Y Se sigue esperando, pero en otro lugar. Nos acompañan los que comenzaron hace unas horas la misma ruta. Calculo que cada profesional que arrastra una camilla o una silla con un enfermo camina una barbaridad. Pregunto y me aclaran que hacen una media de unos 15 kilómetros diarios, empujando un peso considerable. Deduzco por eso que hay una gran cantidad de tiempo perdido en desplazamientos, pero todo sea por un diseño más moderno. Sigo deduciendo y considero  que los recortes trajeron más trabajo y menos personal (el político que diga lo contrario, miente, y lo sabe). Me entero de que están en huelga (la prensa no lo dice, ocupada con el monotema catalán). La sala de urgencias es puro neorrealismo, es lo verdadero. Ante esto, los nacionalismos periféricos y centrípetos no son más que una discusión entre botarates rimbombantes que disfrazan la realidad con leyes y constituciones: el mundo es una sala de urgencias por la que todos pasamos.
En un momento de tensión brota un conato de motín, pero pasa enseguida. El sentido común del ciudadano medio y los profesionales de la salud acaba por imponerse. Mientras voy a pagar en el párking las once horas de estancia me viene a la memoria una anécdota de hace tiempo. Una mujer se enfadó porque la cola de admisión del centro de salud iba muy lenta. La muchacha que atendía detrás del mostrador se levantó, harta de los gritos, y le dijo a la gritona: “Señora, votan lo que votan y tienen lo que tienen”.

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