sábado, 11 de noviembre de 2017

No era esto

J.A.Xesteira
Necesitaríamos un coche DeLorean para retroceder unos cuarenta años, situarnos en el pasado y hacer un ida-y-vuelta de Regreso al Futuro. Como no tenemos coche ni posibilidades cinematográficas hay que echar mano de la memoria, que no deja de tener sus fallos, pero que es lo único que conservamos del pasado llamado Transición (nadie se acuerda de que había otra alternativa que se llamaba Ruptura) Hace cuarenta años estábamos en activo la gran mayoría de los artículistas que usamos y abusamos del cacho de periódico que nos dejan para decir lo buenos que somos y el inevitable ya-lo-decía-yo. Habrán notado los lectores que los que firman artículo en los periódicos, salvo una pequeña cuota en la que caben mujeres y niños, somos todos jubilados.
Hace cuarenta años todos estos viejunos estábamos ilusionados con lo que se nos venía encima: la democracia, la Constitución, un futuro de libertades (de pensamiento, de ideas, de asociación, de expresión…) y, sobre todo, unas ganas de cambiar cosas para mejor, para un mundo más culto, más equitativo, más limpio (en la naturaleza y en la política) mejor repartido y mejor gobernado. Siempre había algunos aguafiestas que avisaban (avisábamos): “esa Constitución no vale”, “ese estatuto de autonomía es una porquería”, “no se puede cambiar el país si no se retiran las viejas fuerzas políticas que gobernaban en los cuarenta años del dictador”. Era el dilema entre romper o transitar. Se eligió lo último, y ahora vemos que mal. Los que juzgaban con las leyes franquistas siguieron juzgando con las leyes democráticas; los que eran jefes del Movimiento con saludo romano, se convirtieron en demócratas de toda la vida; la banca, la empresa, todo el Capital, ni se inmutó, su negocio quedó a salvo y, viendo los derroteros seguidos, incluso mejoró hasta extremos impensables. Se hizo una Constitución para salir del paso, con unos “padres” fundadores trufados de antiguos franquistas y antiguos rojos clandestinos. Los periodistas (ahora jubilados) apostábamos por cambiar el mundo, por lo menos el que teníamos al lado; los políticos recién estrenados ponían caras nuevas en los cromos de la liga democrática; hasta la Iglesia Católica estrenaba nuevos modales (los perdería pronto). Todos, incluso los más reaccionarios confiábamos en que el futuro iba a ser otra cosa, mucho mejor.
Nos equivocamos, sólo acertamos en lo de “otra cosa”. No era esto, no era esto. Por el camino comenzamos a acuñar nuevas palabras para justificar viejos fracasos. “Desencanto” fue la primera, estrenada en tiempos del Felipismo. Pensábamos que los nuevos tiempos acabarían con la trilogía política Enchufismo-Amiguismo-Pesebrismo, pero consiguieron mejorar el producto original añadiéndole fuertes dosis de corrupción y dinero negro al “¿qué hay de lo mío?” El mundo justo y legal que esperábamos no es más que un mundo legislado en el que la justicia no es más que un bucle espacio-temporal en el que languidecen eternamente los corruptos.
La ley. Pensábamos que los nuevos legisladores harían leyes para hacernos felices. Pero no, centenares de leyes son creadas por una tropa de gobernantes de escaso valor; crean leyes según un criterio personal y se aprueban con los votos de parlamentarios de escaso nivel político. Llegado el caso hablan de separación de poderes, del legislativo y del ejecutivo. Y eso funciona por la parte de abajo, donde los jueces acceden a su cargo por concurso-oposición (una especie de Saber y Ganar legislativo), pero cuando suben en la escala judicial, la cosa es diferente, arriba ya son Nuestros Jueces y los Jueces de Ellos, por más que intenten camuflar la evidencia. Se esgrimen leyes para amordazar al personal, alegando que es por nuestro bien. Y se le abre expediente a la revista El Jueves por un chiste; hace unos meses todos eran Charlie Hebdó, una revista que ninguno había leído y que, comparada con ella, El Jueves, es un cuento infantil. Las revistas de la Transición también se la jugaron, con bombas incluídas (¿recuerdan El Papus? Nadie es El Papus). Y regresa la censura, mucho más peligrosa, porque oficialmente no existe, pero cuando un policía financiero acusa directamente a la línea de flotación del PP, desaparece de los informativos amigos.
El problema catalán, que no es un problema catalán sino de los tiempos que vivimos. Parece como si el independentismo acabara de nacer. Debemos recordar que hace cuarenta años se recondujo a los independentistas clásicos (gallegos, catalanes y vascos) por la senda de la autonomía, un concepto variable que daba unos poderes a unos territorios y a otros, no; a unos se les permitía ser independientes en su economia y otros tenían que chupar la rueda de Madrid. En aquel tiempo de cambio se habló bastante de federalismo, que incuso podía agradar a viejos franquistas reciclados. Pero, no. Se crearon estatutos que no convencieron a muchos y, como era de esperar, la cosa comenzó a romper por donde siempre: por el dinero. El problema catalán no es más que un problema económico. Como es un problema económico el que maneja el ministro Montoro, que miraba al cielo mientras Gallardón y Ana Botella enpufaban a Madrid con proyectos olímpicos y fondos buitres pero se fija –sólo– en la alcaldía de Manuela Carmena, que consiguió pagar gran parte de los pufos de los sospechosos habituales. Tampoco era eso. Los gobernantes ya  no son más que el intermediario entre los que pagamos impuestos y el Capitalismo privatizador.
Europa también era otra cosa. Pensábamos. Pero sólo es el centro neurálgico de los grandes “lobbies” que manejan a los grupos políticos para su beneficio, a través del BCE y demás organizaciones monetarias.  El Mercado Común no es más que un Negocio Propio. Todas las leyes se han dispuesto para que los grandes capitales disfruten del paraiso fiscal incluso dentro de la propia Unión Europea, y cada día aparecen nuevos papeles en paraisos fiscales, ahora ya hay incluso gobiernos con el dinero negro en el Caribe.
Si tuviera el DeLorean para volver al pasado, podría avisarles, pero creo que sería inútil. Como dice aquella vieja canción de Giogio Gaber, “mi generación ha perdido”. Aquellos periodistas somos una raza en extinción. Y nadie nos echará de menos.

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