viernes, 9 de diciembre de 2016

Constituciones inconsistentes

J.A.Xesteira
Mal informado estuvo el primer ministro italiano Renzi para arriesgarse a someter a referéndum la reforma de su Constitución. Hace unas semanas contaba en estas misma páginas que los referendos son cosa que hay que hacer cuando se tiene la seguridad de ganar o la posibilidad de meterla doblada en la pregunta a refrendar. Por ejemplo, cuando Franco planteó un referéndum en 1967 sobre la Ley Orgánica del Estado que –no olvidemos– posibilitó que tuviéramos un rey como jefe de Estado, lo hizo desde la más absoluta seguridad de que se iba a ganar (los datos son evidentes, participó el cien por cien de los posibles votantes, el 95,06 por ciento votó si y el 2,47 votó no, la misma cifra que los que votaron en blanco, no hubo votos nulos; así da gusto); la inmensa mayoría de los votantes ignoraba por completo de que iba la cosa, y la propaganda se encargó de hacerles saber que votaban “Si a la Paz” ¿Quien se puede negar ante semejantes argumentos? ¿Y quien puede cuestionar la honradez y fidelidad de los resultados? Después vinieron otros referendos y otros resultados de los que hablé hace dos semanas (el de la Otan de González y el que no se atrevió a hacer Suárez sobre la Monarquia). Pero Renzi se metió en un berenjenal complicado. Puede que sea un tipo bienintencionado que tiene fe en sus compatriotas, puede que pensara que iba a ganar (eso lo colocaría en la categoría de pimpines engañados por expertos adivinadores). Pero el hombre tuvo la osadía de pedir una reforma constitucional de su país en la que, entre otras cosas planteaba la posibilidad de que el Senado pasase a ser un órgano territorial y consultivo, sin capacidad legislativa. Pero se ve que Renzi desconoce dos cosas, la primera –ya dicha- de que los referendos mejor, no hacerlos; y la segunda, que sus compatriotas, los italianos, son gente que hay que echarles de comer aparte. Si usted pregunta uno a uno a cada italiano si le gusta el Senado (Senatus Populusque Romanus) habrá una aplastante mayoría que estarían en contra (al resto se la pela) más o menos como en España, donde añadiríamos que, por nosotros, podríamos suprimirlo porque, ¡total para lo que hacen…! Pero si la pregunta se hace a través de un papelito introducido en una urna, la cosa cambia, porque los italianos, como los españoles, somos de opinar en el bar, pero cuando nos convertimos en votantes demócratas, nos sentimos invadidos por otras fuerzas que nos llevan hacia el lado oscuro.
Hablemos de los italianos. Suelo decir en las discusiones cuando viene a cuento, que Italia no existe; a fin de cuentas es un país artificial inventado hace siglo y pico, con la unión de la aristocracia del norte con la aristocracia del sur, apoyadas ambas por la burguesía y con la nota folklórico-revolucionaria de Garibaldi, que creó esperanzas entre las masas populares para después entregar la victoria al rey. Sobre el papel hay una Italia, en la realidad, no. Cuando decía esto siempre me tachaban de radical, hasta un día que el gran Umberto Eco, en una entrevista, lo dijo: Italia no existe, no ha superado la fase de reinos distintos que no se llevan entre sí. El asesinado juez Giovanni Falcone, en un libro de entrevistas sobre la Cosa Nostra, califica al Estado italiano de “un estado débil, de formación reciente, descentralizado, dividido entre tantos centros de poder (…) gobernado durante veinte años por un régimen fascista”. Un país con más gobiernos que años de vida en el que pudieron con vivir grandes políticos como Sandro Pertini o Enrico Berlinguer con payasos siniestros tipo Berlusconi. La Constitución italiana seguramente merece ser cambiada, pero si se le pregunta a los italianos en un referéndum pasa lo mismo que si le preguntamos a los españoles (¡medo me da!) No somos muy distintos, a fin de cuentas, una sociedad base de escasas luces culturales, con muy poco criterio político; países de gritones poco dados a la reflexión y al sentido común, donde triunfan (a gritos) el fútbol y la patria, muchas veces mezcladas en el mismo cambalache. Veo difícil, por ejemplo, de que tanto en España como en Italia pudiera triunfar un ecologista de izquierdas frente a un fascista como ha sucedido en Austria (país, por otra parte, de largo recorrido reaccionario).
El problema de los referendos es que contienen el máximo de decisión que puede soportar un ciudadano poco preparado; sólo hay dos respuestas: si o no; un proceso digital de circuito abierto o cerrado, uno o cero, ya no hay que pensar, simplemente decidir a cara o cruz. Apostaría a que la inmensa mayoría de los votantes italianos no se pararon a leer lo que se les pedía en el referéndum (un poco como aquel “Si a la Paz” franquista) y, desde su chulería de voto-porque-si, hicieron  lo que les dio la gana.
Renzi la cagó con vistas a la bahía (de Nápoles, bella bahía) y ahora se enfrenta a unas elecciones complicadas en las que puede pasar cualquier cosa (la sombra de Trump es larga). Y sobre su experiencia deberíamos estar al loro, porque la Constitución Española también hay que cambiarla. Esta última fiesta constitucional dejó claro que cada vez hay más disidentes y que los mismos festejantes aceptan que hay que cambiarla, aunque nadie quiere ponerle el cascabel al gato. Las Constituciones no son las tablas de la ley que baja Moisés del Sinai grabadas en piedra en una película en Technicolor. La española, en concreto, fue un reglamento necesario para ir tirando, redactada por unos “padres” (ninguna “madre”) de aquel momento. Sus derechos fundamentales, por mucho que diga Rajoy en sus buenos deseos constitucionales, son papel mojado (como ejemplo, el derecho de todo español a un trabajo digno). Hay que cambiarla antes que se convierta en un anacronismo rimbombante para poder celebrar el puente de diciembre. Hay que adaptarla a los tiempos que corren, antes de que los tiempos corran por encima de ella y la sobrepasen. Pero, por favor, no la sometan a referéndum;  cada español vestido de votante es un peligro.

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