sábado, 15 de octubre de 2016

Fiestas y contrafiestas


J.A.Xesteira
A todo el mundo le gustan las fiestas. O le gustaban. La Real Academia de la Lengua nos dice que fiesta es “día en que, por disposición legal, no se trabaja”, o bien “día que una religión celebra con especial solemnidad dedicándolo a Dios o conmemorando un hecho o figura religiosos”, o también, “seguido de un complemento especificador, jornada en que se celebra algo o que se dedica a alguien o algo”. Hay más, pero todo se refiere a la diversión y el descanso laboral. No incluye la RAE las fiestas nuevas, las importadas o las gastronómicas. Pero en cualquier caso, todas las fiestas son para no trabajar y disfrutar. O eran hasta no hace mucho, porque ahora ya no hay fiesta sin su contraprotesta, su disensión y su contraria. Desde hace unos años, por poner un ejemplo, se celebra en España el Halloween en el día que antes se celebraba Todos los Santos; y los niños se lo pasan bien disfrazados de zombies, vampiros y otros dráculas del repertorio. Y al momento de que se popularizó la fiesta, salieron las divergencias; unos, que si lo tradicional era lo de antes y esto es importado (lo de antes era un coñazo triste y religioso de cementerios y misas); otros, que si estamos colonizados (hace siglos, añado) y algunos sacaron de la manga un falso origen celtico-galaico de fiesta pagana con castañas y calabazas. En este caso siempre fui de la opinión de que más valen fiestas que funerales. Así que di por bienvenido el Halloween y sus disfraces, incluido el “¡Truco o trato!”, que es una frase muy apropiada para pactos políticos.
Durante la larga era del franquismo, las fiestas eran las tres variantes de la real academia: las religiosas, las que por imperativo legal no se trabajaba (se llamaban días abonables no recuperables) y las dedicadas a algo. En las fiestas religiosas el Episcopado distribuía sus santos y virgenes en procesiones, siempre con el poder militar y civil desfilando entre el santo y la banda de música. Había fiestas nacionales dedicadas a Dios, la Virgen María y los santos: el Corpus (que ya no es un jueves que brilla más que el sol), la Asunción (dogma de 1950, Pío XII), la Inmaculada Concepción (dogma de 1854, Pio Nono), Santiago, San José, más la Navidad y Semana Santa, además de las fiestas locales de innumerables vírgenes y santos. A finales del siglo pasado se contabilizaban en España 22.000 variantes de la Virgen María en todos los pueblos, cada uno con “su virgen”, que siempre era mejor que la del pueblo de al lado. Las fiestas parroquiales están siendo sustituídas en Galicia por otras fiestas más triunfadoras: las gastronómicas. Llevamos camino de tener tantas variables de gastronomía festera como de vírgenes (por cierto, ¿para cuando la fiesta tan gallega del chupito Ballantines con tarta Contessa?). 
En la segunda acepción académica estaban las fiestas también conocidas como fiestas “por decreto”, y que eran la del Día de la Victoria, el Día del Caudillo, el 18 de Julio (la única fiesta adjunta a paga extraordinaria), el Día de San José Obrero (1 de mayo, Día del Trabajo en todo el mundo) y el 12 de Octubre, que siempre fue un variado de cosas: Virgen del Pilar, Día de la Raza, Día de la Hispanidad. Todas estas fiestas estaban rodeadas de aparataje propio del régimen: desfiles, recepciones en El Pardo y grandes actos institucionales. 
Con la Democracia desaparecieron las fiestas de la Victoria, del Caudillo y 18 de Julio (la paga se conservó, faltaría más), San José Obrero pasó a ser el Día del Trabajo, para igualarnos al mundo civilizado, y el 12 de octubre quedó en tierra de nadie, porque nadie sabía que hacer con él. Se le llamó Fiesta Nacional, como una corrida de toros, y se traladó a ese día el antiguo desfile del 1 de abril con la cabra de la Legión. Pero en democracia todas las fiestas fueron puestas en tela de juicio, y como con el Halloween, muchos se dijeron que las celebraciones no eran políticamente correctas. Si había un Dos de Mayo, salían algunos que opinaban que era mejor ser afrancesado que de Fernando VII, o que hacer una una ofrenda gubernamental a la estatua de Santiago no era de recibo. Posiblemente tuvieran razón, pero, por razones que habría que buscar entre los más modernos estudios de sociología aplicada y análisis del fetichismo freudiano, se siguen festejando los dogmas de la Asunción (15 de agosto) y la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Las fiestas “por decreto” se cambiaron por otras de menor intensidad: la Constitución, las Letras Galegas…
Bastó que este año unos ayuntamientos catalanes se opusieran a celebrar el 12 de Octubre como Fiesta Nacional, para que saltaran los plomos de la correción gubernamental. Inmediatamente el ministro Fernández Díaz les llamó indigentes culturales (el ministro es más de celebrar el Pilar, porque la Virgen es capitán general y patrona de la Guardia Civil) y ya se formó el alboroto. Por un lado hay una orden judicial que obliga a celebrar la fiesta nacional, por otro hay unos ayuntamientos que le echan un pulso al Gobierno. Cada uno juega a su juego. Pero viendo la cosa en frío, no se entiende que se opongan a la fiesta y quieran trabajar. Mi norma y guía en este caso sería la de Brassens: cuando la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual, que la música militar nunca me supo hacer levantar. Para este año el calendario festivo seguirá como siempre, con las mismas fiestas absurdas. Creo que nunca nos pondremos de acuerdo en lo que hay que celebrar en todo el territorio, pero sí podemos suprimir un desfile miliar que sale por un ojo de la cara, y hacer fiestas para disfrute de las personas y no de las instituciones, como los Carnavales. La fiesta nacional sólo es una reunión de políticos y soldados en Madrid que al resto de España le importa un bledo. Aquí, la fiesta nacional sólo ha servido para que la gente se fuera a la feria de Portugal a comer bacalao.

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