sábado, 20 de agosto de 2016

Para ser español

J.A.Xesteira
Acabo de descubrir con relativa sorpresa que no soy español, o al menos, que no reúno ciertas condiciones para ser español, que son las condiciones que se le exigen a los extranjeros que solicitan la ciudadanía española. Por supuesto que poseo las condiciones suficientes para considerarme español, como todo aquel nacido en territorio español, hijo de españoles y con carnet de identidad desde hace muchos años. Nunca me había planteado la posibilidad de que mi nacionalidad fuera…, ¿cómo diría?…, un poco fulera. Al nacer e inscribirme mi padre en el registro, ya pasé a ser español, y en la escuela me enseñaron una serie de cosas necesarias para ser español; unas las entendía, otras no, como por ejemplo, que la bandera fuera roja y gualda cuando yo la veía amarilla, o que el himno era una música que se tocaba en las fiestas patronales, cuando en la misa mayor el cura alzaba la hostia y todos teníamos que arrodillarnos (siempre pensé que nos arrodillábamos porque tocaban el himno y los guardias civiles de la procesión también se arrodillaban con el fusil inclinado) Con el tiempo y las enseñanzas universitarias del mayo del 68 me convertí en un español cabreado, que es la condición filosófica más adecuada a nuestro carácter, y la condición de español, que nunca me preocupó, estaba ahí, como un requisito burocrático más. El cinismo que va dejando el paso del tiempo (cinismo filosófico, entiéndase) me enseñó que ser español eran muchas más cosas, que a veces eran cómicas y a veces esperpénticas; español era un estado de ánimo de los pesimistas de la generación del 98, pero también eran una tropa de energúmenos aporreando un bombo en un partido de fútbol al grito de “¡Soy ejpañol, ejpañol, ejpañol!” La españolidad aflora cuando salimos al extranjero y nos reconocen, pero se vuelve cabreo cuando, después de reconocernos, nos dicen: “Barça, Real Madrid” y nos cantan el “Que viva España” (canción que Manolo Escobar detestaba, que fue compuesta por dos belgas, y se cantaba en flamenco de Bélgica) Pero las cosas son así, uno nace en un sitio y tiene la nacionalidad del sitio sólo por nacer.
Según el Ministerio de Asuntos exteriores (páginas en la red) somos españoles los nacidos de madre y padre españoles y un breve etcétera que aclara unas cuantas cosas que caen de cajón. La Constitución me aclara que ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad. Bien. Así que no tengo que molestarme; aunque  no me sienta muy español, nadie va a venir a borrarme de la lista. Pero, de todas maneras, no las tengo todas conmigo, porque a los extranjeros les preguntan unas cosas que tienen que saber para ser españoles y ya se sabe, se empieza por los de afuera, se le coje el gusto y cualquier día nos hacen un examen a todos para seguir siendo españoles. El caso es que en el examen para adquirir la nacionalidad española hacen una serie de preguntas que pondrían en un aprieto a miles de españoles. Otros miles, directamente suspenderían. El temario está redactado por el Instituto Cervantes, con el beneplácito del Ministerio de Justicia, y, entre otras cosas, pide a los pretendientes a la nacionalidad española que sepan distinguir entre tapa, ración y aperitivo (no incluyen el pincho ni el pepito), algo muy variable, según latitudes y hostelerías. El examen es un test de 25 preguntas y hay que contestar bien a 15 y pagar por adelantado una tasa de 85 euros. La cosa parece fácil, pero cuando la pregunta es “¿Cuántos ciudadanos deben respaldar una iniciativa legislativa para poder presentar una proposición de ley?” ¿400.000, 500.000 ó 600.000? Ahí la cosa se pone dura; yo no lo sé, y millones de españoles, tampoco, y diría más, se la trae floja (permítame el Instituto Cervantes la licencia poética) En el temario, aparte de diferentes despistes culturales, sociales e históricos, el guatemalteco o el serbio que quieran ser españoles tienen que saber de la “proyección internacional” de la tortilla de patatas, los churros (en portugués, farturas) y la sangría (una bebida de origen pirata que se hacía con vino de Madeira).
Lo dicho; si tengo que hacer el examen para español, suspendo el teórico y el práctico. Pero no me inquieta, la Constitución me avala y no tengo que molestarme en ser español, viene de serie. Los extranjeros que tengan ganas de ser español y traigan en el bolsillo 85 euros, podrán aprenderse las chorradas que el Instituto Cervantes dice que son necesarias para ser español, igual que los test de aprender a conducir que chapábamos aunque nunca supiéramos que eran las luces de gálibo y en los cruces tenía preferencia aquel que salía por no me acuerdo dónde. Una vez superado el trámite, entonces sí, el extrajero nacionalizado ya es español, al menos sobre el papel; en la vida real, no, a no ser que sea rico, que entonces le da lo mismo ser de cualquier sitio. Pero si  vienes de extrajero y además eres pobre, seguirás siendo un pringado, español, pero pringado. El 70 por ciento de los trabajadores extranjeros han sido explotados y discriminados en el trabajo (y dirán los explotadores discriminadores: “¡Y menos mal que tenía trabajo!”) Y los españoles que son negros o simplemente con pinta de sudacas (un término que no sé si el Instituto Cervantes lo acepta) también serán discriminados, aunque haya nacido en A Coruña. Sólo alabaremos como españoles a aquellos que, sean de donde sean, aportan gloria a España. En las Olimpiadas, ese Masterchef deportivo en el que presumimos de deportes que nadie ve en este país ni se sabe que existen, sucede eso. Una medalla de oro es de un español, nacido en Oxford, de padre inglés, madre alemana, pero que cuando ganó en la regata de piraguas, sonó el himno nacional o la medalla de plata del español Orlando Ortega, habanero de raza negra, español desde el día anterior. Seguramente ellos tendrán más motivos que yo para sentirse españoles; a mí, es que me coje en baja forma y no me aprendo los test del Instituto Cervantes ni voy a por medalla en Río.


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